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Nadal cae ante el prometedor Kyrgios

Nadal cae ante el prometedor Kyrgios

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TENNSTOPIC
Nadal ha caído ante Kyrgios.
Nadal ha caído ante Kyrgios.

Hace un día fantástico de cielo celeste, sol radiante y nubes blancas. No descarga agua el chaparrón que cae sobre la hierba. Son bombas. Fuego de mortero. Un incendio que ni el mejor bombero puede apagar. Los saques de Nick Kyrgios nacen marcados por la muerte como un beso del demonio. Son pelotas sin vida (37) que brotan mecánicamente de la raqueta de un niño de 19 años.

El australiano, con ADN de campeón (cómo ruge, cómo aúlla, cómo se revuelve sacudiéndose la tensión a garrotazos con una energía inagotable) y planta de pegador (1,93m), desgarra 7-6, 5-7, 7-6 y 6-3 a Rafael Nadal en los octavos de final de Wimbledon y le toma el relevo, convirtiéndose en el primer adolescente que elimina a un número uno en un Grand Slam. Esa marca, hasta hoy en manos del español (cuando él mismo inclinó al suizo Federer en las semifinales de Roland Garros 2005) abre la puerta al cambio generacional que tanto tiempo lleva esperando el vestuario y presenta a Kyrgios ante el mundo como un ganador recién nacido. Mientras el australiano, que compite en Londres gracias a una invitación de la organización, celebra el triunfo de su vida, el español se marcha del tercer grande del año derrotado por el segundo tenista de ránking más bajo de toda su carrera (144, solo superado por el sueco Johansson que le apeó en Estocolmo 2006 siendo el 690 del mundo). Sucede en la catedral de la hierba, el torneo más prestigioso del mundo donde historia y eternidad van de la mano.
“Tienes que creer que puedes ganar a una estrella”, explica Kyrgios tras la victoria con el corazón desbocado como un purasangre. “No solo pensarlo, sino apoyarlo con el juego. Siempre me estaba devolviendo una pelota increíble y así es cómo se defiende este tipo de jugadores”, prosigue, radiografiando el tira y afloja que durante toda la tarde mantiene con el campeón de 14 grandes. “Mi madre me dijo que Nadal era demasiado bueno. Me enfadó un poco”, reconoce con seriedad. ”Jugué un tenis extraordinario. Saqué a un tremendo nivel al final. Obviamente, tenía tensión a la hora de cerrar el partido, pero supe controlarlo”.
Kyrgios aterriza en la central de Wimbledon con unos llamativos cascos de color rosa, escuchando rap a toda pastilla, como si quisiera despertar uno a uno todos los músculos del cuerpo con el atronador sonido que retumba en sus oídos antes de empezar a pelear. El joven de 19 años tarda poco en crear un vínculo con la grada, pese a que es su bautizo en la pista principal de un grande. Con un crucifijo de oro colgando del cuello, un pendiente en la oreja izquierda y un tatuaje en el brazo derecho, el australiano, que camina desafiante, levanta los brazos hacia el público después de cada gran punto y pronto encuentra el abrazo de la grada.
“Come on, Nick!”, grita a coro un grupo de seguidores del gigantón con camiseta amarilla y gorra verde mientras el número 144 compite a guantazos sin dejar tiempo para que haya una reacción. Kyrgios revienta la pelota de Nadal, que vuela mansa hacia su cintura, donde la ataca sin medianías. Solo cuando el español le pone a correr de un lado a otro, forzándole a mover su corpachón, el chico de Canberra se trastabilla. Eso no pasa casi nunca porque los intercambios son un eléctricos, fugaces, discusiones a quemarropa impuestas por el colosal saque que tiene. A lomos de un servicio ingobernable, Kyrgios vive tranquilo y Nadal sufre con cada servicio suyo, en una guerra continua contra sí mismo.
Lo que ocurre es pura lógica. Nadal no gana ni un solo punto sobre el primer servicio de su oponente hasta el final de la segunda manga (36 disputa y 36 pierde). Con 6-7 y 6-5, sin embargo, le arranca cuatro que le permiten empatar el partido. Para entonces, el mallorquín ya consigue poner en juego los balines de Kyrgios. Poco a poco, como la gota que cae sin cesar sobre la piedra hasta desgastarla, el número uno va leyendo los saques de su oponente. Parece que el partido va a cambiar en cualquier momento, que como en los tres anteriores el español logrará darle la vuelta porque su leyenda es demasiado grande, las cinco mangas son un terreno para caer y levantarse y la pista central de Wimbledon pesa mucho para ser tomada por un joven sin pasado.
Con el duelo empatado, Nadal parece emerger. Si al principio los saques del australiano caen sin respuesta, durante el corazón del partido el número uno consigue estirar los intercambios por encima de los dos golpes del arranque. Se juega el desempate de la tercera manga, donde el mallorquín recupera varias desventajas y el australiano anula cada intento de rebeldía moviéndose con soltura hasta que lo gana. Es 2-1 para el aspirante, ni de lejos algo definitivo.
Se llega entonces al cuarto set. Es el todo o nada para Nadal, que ve fantasmas en cada rincón de una pista donde los dos últimos años. Ahí nace Kyrgios, la estrella, el campeón, el animal competitivo: como si él fuese el número uno, el australiano engulle el set y el partido volviendo a martillear con la mezcla del tenis perfecto sobre hierba, que son los saques potentes y los golpes lacerantes. Los dos se van de la mano y parece una guiño al futuro: Nadal es el número uno hoy (lo dejará de ser si Djokovic gana el torneo) y Kyrgios podría ser perfectamente el que ocupe ese lugar mañana.
 
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