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¡Toca Stoichkov, para Bakero y Koeman... gol!
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¡Toca Stoichkov, para Bakero y Koeman... gol!

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EFE/ElDesmarque

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Parte del barcelonismo llegó a creer que su equipo nunca ganaría la Copa de Europa, porque casi se aceptaba que pesaba sobre él una maldición. Ejemplos como los de Berna y Sevilla había calado profundamente en el ánimo culé como para hacerle pensar que Londres no iba a ser diferente. Pero lo fue.

 
El estadio más venerado del fútbol europeo, el viejo Wembley, iba a ser el escenario del punto de inflexión a partir del cual el barcelonismo se iba a sacudir en un partido de 120 minutos todos los fantasmas de su pasado.
La herida de Berna y la profunda cicatriz de Sevilla iban a sanar, en parte, tras un gol del holandés Ronald Koeman en el minuto 111 contra el Sampdoria italiano. El Barcelona, campeón de Europa en el año olímpico.
Wembley fue la cita del tercer intento en una final de la Copa de Europa para que el Barcelona se llevase de una vez por todas la preciada 'orejuda' ante tanto infortunio.
En 1961, en el Wankdorfstadion de Berna, el barcelonismo escribió un relato del cual ha llegado hasta la actualidad que, después de que el Barça eliminase al Real Madrid (campeón cinco años seguidos), la Copa era más que un merecimiento; los palos de las porterías con maderas cuadradas, parece que fueron la sentencia. Una tarde de mala suerte.
El de 1986 fue otro relato, que aún perdura, y donde el Barcelona afrontaba el choque con una superioridad indudable, en realidad, todo sobre el papel, pero no en el campo.
Si en 1961 el Barça perdió contra el Benfica por 3-2 y se achacó a los palos la mala suerte culé, los hechos de 1986 en el Sánchez Pizjuán contra el Steaua de Bucarest carecieron de excusas, ya que el Barça cuajó un partido soporífero (0-0), pese a que Urriti llegó a parar dos penaltis en la tanda final.
Dos fantasmas, estas dos derrotas, que han acompañado durante muchos decenios a millones de culés, algunos de los cuales acudieron aquel 20 de mayo de 1992 a Wembley con una idea irreductible: o ahora, o nunca.
Londres, una de las grandes capitales del Viejo Continente, cita de Juegos Olímpicos, Eurocopa, Mundial y cuatro anteriores finales de la Copa de Europa, parecía un escenario ideal para levantar el ansiado trofeo.
Y fue en un partido soberbio, repleto de emoción y con dos equipos que no racanearon nada, excepto en el acierto de cara a la meta contraria.
Y cuando la noche ya se había echado sobre Londres, cuando Eusebio, actual técnico de la Real Sociedad, pretendió jugar un balón casi en la frontal rival y fue objeto de falta por retener el balón desde el suelo Invernizzi, apareció la esperanza: una falta y una oportunidad para marcar gol.
Stoichkov, Bakero y Koeman perpetraron el momento más sublime de la historia deportiva del Barcelona hasta entonces. Tocó el balón el primero, lo paró el segundo y el tercero envió un misil contra la meta del Sampdoria que el portero Gianluca Pagliuca, quien reconoció en una entrevista haber visto el gol entre 1.000 y 1.500 veces en su vida por televisión, no vio en directo.
Nunca en el barcelonismo un gol se cantó con tanto estruendo como el de aquella noche de hace 25 años. Barça-Wembley-Koeman ha quedado como un trío inmortal en el ADN azulgrana, algo que evoca irremediablemente al instante en que el equipo catalán consolidó los cimientos de un modelo, de una filosofía de juego, de la mano de Johan Cruyff, quien dejó en el club el más preciado legado de su magisterio.
Desde entonces, el Barcelona hizo una apuesta a partir de la cual el club hacía suyo un tipo de fútbol explotado por Cruyff que le iba a llevar a vivir el momento más exitoso de su historia.
El denominador común a partir de Cruyff como técnico es un estilo de juego inconfundible, que ha pasado de técnicos a técnicos, muchos de ellos con un sello más o manos reconocible como 'cruyffista' o, en su defecto, proveniente de la escuela holandesa de los setenta.
La importancia de Wembley para validar el sello del 'cruyffismo' fue crucial, no tanto por el buen juego que ya empezaba a ser aplaudido en el barcelonismo sino para darle carta de naturaleza, en la línea de que esa manera tan atrevida de jugar al ataque no sólo era atractiva, sino capaz de ganar títulos y, en Europa, adquirir reconocimiento y alzarse con la Copa de Europa.
Así, después de una más que atropellada clasificación para la final, con algunas derrotas, Cruyff invitó a sus jugadores a salir al colosal Wembley con una frase que ha quedado para la posteridad: "Salid y disfrutad".
Es posible que solo Johan Cruyff, y algunos pocos de sus jugadores, estuviese convencido de que la noche de aquella primaveral semana calurosa en Londres iba a acabar bien.
Había perdido a Guillermo Amor, que por segundo año consecutivo se quedaba sin jugar una final por acumulación de amarillas (se perdió la Recopa de 1991 por el mismo caso), dejó a Begiristain en el banquillo y apostó por Julio Salinas en el once titular.
No fue un partido en el que el Barça apabulló al Sampdoria. Ya le había ganado dos cursos antes en la final de la Recopa (en Berna, 2-0), pero en Wembley el Barça no arrasó a su rival, como sí ha hecho en algunas de las últimas Ligas de Campeones.
En Wembley, el Barça cuajó una muy buena actuación, pero Zubizarreta tuvo que sacar algún balón y Vialli tuvo más de una ocasión.
El partido se metió en la prórroga, y con ella el regreso de todos los demonios del Barça, hasta que en la segunda parte del tiempo extra, después de que el árbitro señalara una falta a favor del Barça, y con Gianluca Vialli en el banquiillo tapándose la cara con una toalla, Stoichkov movió en corto, Bakero paró y Koeman le pegó con todo el alma. Y tras el gol, se escribió otra historia en azulgrana.

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