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El estigma del Carnaval

El estigma del Carnaval

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Juan Carlos Aragón

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Un estigma es una marca impuesta con hierro candente como signo de esclavitud, así que no hay muchas vueltas que darle. El carnaval lo es. Unos lo llevamos con orgullo, otros con resentimiento, unos con agradecimiento, otros con frustración, unos lo exhiben como una bendición, otros lo esconden como una vergüenza; todos, en general, lo llevamos de algunas de estas maneras según circunstancias y avatares, según el día, según nos vaya, según nos toque, según nos paguen: “maldito carnaval, bendito sea” ha salido de los labios de todos los que somos sobrinos del de la Tiza. Pero la contradicción irresoluble se adueña de los carnavaleros militantes cuando se aproximan las noches de los cuchillos largos y las madrugadas de los cañones cortos…

Muchos de los que hoy estamos aquí, estamos porque hemos vuelto. Unos llegaron hasta Madrid, otros nos dimos la vuelta en Alcalá de Guadaira. ¿Adónde íbamos a ir sin nuestras comparsas y con los hierros candentes del Gran Teatro impresos en el alma como si fueran su funda, su tumba, su cruz, su sombra y su anillo? ¿Adónde mis artículos, mis libros, nuestras canciones? Como mi admirado Antonio —no el que se va, sino el que ha vuelto— me recordó en cierta ocasión, “tenemos la mala costumbre de comer tres veces al día”. Aunque algún bestia lo repudie, afirmo que es noble el uso honesto del Carnaval como trampolín para intentar otros sueños porque, además de comer tres veces al día, también necesitamos soñar todas las noches, y siempre será mejor el sueño a la pesadilla. Descubriendo la infinitud de caminos que la vida te ofrece se hace uno más rico que andando siempre por el mismo, aunque en el mismo mantengas el equilibrio y por los infinitos resbales. Hasta ahí casi todos de acuerdo en casi todo. Pero ¿por qué volvimos? Doy fe de que no fue solo amor y hambre, deuda y sed.
El Carnaval es —en toda regla— un pacto con el diablo, con la mafia espiritual, que en el infierno y en el edén del padrino se vive feliz. Si vales, entras, pero si entras ¿cómo sales? Cuando ves el enorme laberinto en el que se transforma la salida, te preguntas ¿y para qué salir? Pero no se trata realmente de quedarse o salir sino de ser libre para poder escoger cualquiera de los dos caminos… Y ves que tú ya no puedes. Ya no eres libre. Ya eres esclavo. Esa es la putada. Ahí es donde duele y aprieta el estigma. O te quedas a intentar ser siempre el que fuiste —o el que eres— o te vas allí donde ni el aire es para ti. O te quedas pero al precio de sacrificar tu propio mito, o conservas tu mito pero al precio de irte, repito, allí donde ni el sol te hace sombra.
“Comparsistas al borde de un ataque de nervios” sería el título perfecto para una película hiperrealista que narraría la torpe vida que llevamos durante el Concurso. Digo de verdad que no me extraña que a uno le dé uno infarto, sino que sólo le dé a uno, porque la mayoría hacemos juegos malabares con los factores de riesgo que nos metemos entre pecho y espalda, sobre todo en los kilómetros finales de esta hermosa y desquiciada maratón. Una cosa es morir por amor y otra suicidarse. Lo primero es de héroe. Lo segundo de mártir. Aunque estarás de acuerdo conmigo en que será mejor amar un poco menos y no morir, que bastante tenemos ya con el jodido estigma. A los comparsistas lo único que nos hacía falta para rematar la neurosis eran las redes sociales, los grupos de WhatsApp y el descubrimiento de la gallorda sinergética que, dicho sea de paso, provoca disfunción eréctil, reacciones violentas ante el fallo del jurado, abnegación de la amistad, obesidad y deshidratación ideológica.
Y por último, ¿quién os ha dicho a las aficiones que sois rivales cuando rivales ni siquiera somos nosotros? La rivalidad inventada es tercermundista, como la violencia en el fútbol, como la guerra santa. Ser rival ya queda muy antiguo. Es cierto que a veces los poetas hemos usado metáforas y alegorías importadas de los campos de batalla, de las cárceles, de los patíbulos, de las arenas romanas y de los torneos medievales, pero eso vale si y solo si se mantiene en el onírico estadio de la canción. Un paso más allá nos puede convertir en indeseables. Hasta en delincuentes. Cuidado. Con el estigma tenemos bastante.
JUAN CARLOS ARAGÓN

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