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El libreto interminable

El libreto interminable

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Juan Carlos Aragón

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Dicho así me desprestigio como novelista, pero no me importa. La chusma selecta sabe que para mí el carnaval es un arte mayor, y mayor aún cuando intercambia sus compases con otros géneros. La chusma profunda comparte con la chusma cultural —o pija— el desprecio por los libros. La profunda no los necesita porque le sobra con la literatura cantada (opción más que respetable). La cultural los confunde con los panfletos que apoyan sus tesis. Los otros libros, los libros con mayúsculas, siempre fueron una fuente de subversión y contravalores. Si, además, versan, narran o describen pasajes relacionados con ese invento del demonio llamado carnaval, ya ni te cuento. Por eso, no es que yo escriba libros para la chusma selecta: es que es la única que los lee. Así, cuando titulo este discurso “El libreto interminable” estoy descartando de su lectura a los que leen solo “libretos terminables” y a los que creen que mi libro es un libreto de carnaval. También hay quienes no contemplan el cine de acción o el western por un prejuicio proselitista, mientras se quedan dormidos con el cine de autor (de autor malo, claro).

 
Celebro conmigo mismo poder brindar a la chusma selecta una novela sin género, aunque esté ambientada en el mundo del carnaval con la cámara desde dentro —“desde el centro”, como acertadamente dijo Tamara en Diario de Cádiz; sin género y sin precedentes porque, claro, la nueva hornada de novelistas del carnaval no pueden situar la cámara en un lugar en el que nunca vivieron, ni saber del amor y el dolor que asola este mundo. Desde el momento en que conciben el carnaval como género y como submundo están atropellándose a sí mismos, pues el carnaval, ni es género —es especie—, ni es submundo —ni que estuviera escondido. La especie que protagoniza la novela, la carnavalera, no es que viva el mundo de “su vida”, sino que vive el mundo de la vida a “su manera”. Y solo hablo de “submundo” al principio de la novela para no quitarle las ganas a quienes se acercan a ella con ese escepticismo propio de la lógica ignorancia; luego lo voy arreglando. Quien no nos conoce no tiene ni idea de lo apasionante que puede llegar a ser el carnaval por dentro. “Es un estilo de vida para una vida sin estilo”, como la definí en un capítulo de 'El Carnaval sin Apellidos', aquel inocente ensayo con el que comencé la cruzada continental de dignificar nuestro estatuto artístico, económico y, sobre todo, social.
No he escrito esta novela para ganar dinero, sino por amor al mundo del carnaval, a la vida que me ha tocado vivir. Y digo “tocado” porque esta vida no se escoge: un día dejas sin darte cuenta la puerta abierta y entra como un ladrón que te roba hasta la última sortija. Pero ya no la cierras más para permitir que te siga robando. Da igual, de algo hay que morir. Y lo bueno de esta vida es que consigue que no te tengas que plantear su sentido. Cada día hay una fiesta que celebrar, un enemigo que batir, una mafia de la que huir y un jurado al que insultar. Créeme. Yo, que he vivido otras muchas vidas, he decidido darle prioridad a ésta sobre otras muchas posibles. Solo nosotros sabemos de su riqueza, su pureza y su humanidad. Tanto que otras vidas a su lado parecen películas de Antena 3.
Como en el resto de mis creaciones no ha habido más censura que la ficción con la que he maquillado aquellos pasajes que podrían dañar la sensibilidad de la gente que quiero. Al resto, la he defenestrado hasta el límite del delito y más allá si lo he visto real o literariamente necesario. A los que ignoro, no salen, como, por ejemplo, Antonio Martín. Confieso que una vez pensé pedirle permiso, pero luego me dije “pa qué, me va a exigir que le haga un homenaje en el capítulo final y me va a tener una hora escribiendo”. Al carajo. Con el Sepulturero voy que flipo.
Admito que barajé repetidas veces la posibilidad de pasársela a los implicados, por si alguno no me daba su visto bueno. Pero al final decidí que no era necesario. Si la leen y se ven reflejados de un modo que no les agrada, lo siento por ellos, porque salvo en el caso del Sepulturero, están tratados con sano humor y simpatía. Además, este caso no creo que se dé. Para ello, primero tienen que leerla, luego verse, y finalmente molestarse. Mucho trabajo. ¿Y si —aún así— se diera el caso? Entonces tengo dos opciones. Una, les convenzo de que han visto lo que no es, que para eso la he escrito yo. Otra, hacerle un cuplé como al del “corazón partío”. Quien únicamente no se molestará será la selecta chusma que lea mi novela. Estoy tan seguro de que le gustará que me comprometo a devolver el dinero a quienes defraude… Ahora, eso sí, a quien le guste que no me pida explicaciones, que yo tampoco las pido nunca. Ni al jurado…
JUAN CARLOS ARAGÓN

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