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El posfranquismo

El posfranquismo

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Juan Carlos Aragón

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Es insoportable, pero también nos ha tocado. En cierta ocasión leí un libro que presté (y, como tal, perdí), “La sombra del franquismo en la transición”, que me heló el corazón cual españolito de Machado. La sombra de aquel libro me ha seguido persiguiendo como un fantasma cada vez que he dejado caer una mirada sobre la sociedad española. Lo más demoledor no es que perdure el franquismo sino la fuerza con que lo hace y —sobre todo— la naturaleza de sus militantes. Ojalá se hubiera detenido en la transición, pero ha continuado a la sombra hasta nuestros días. Y lo peor es que cada vez está menos en la sombra y más cara al sol.

Yo no hablaría de neofranquismo, sino más sencillamente de posfranquismo. Los movimientos neo adaptan, reinventan. Los pos continúan, sustituyen si acaso. Leo, recuerdo, contemplo y comparo. Son los mismos. Sus mismos credos, cultos, tradiciones y contravalores. No permiten que el tiempo avance ni la sociedad con él. La teoría evolucionista da marcha atrás. Son muchos y pesan demasiado. Sobrepesan. No tienen un pelo de tontos. El franquismo no murió con Franco: ellos han sabido mantenerlo vivo, infiltrándose en las instituciones, en la banca, en la prensa, en la Iglesia y en los siete gobiernos. Sabedores de que el camino no era el de Tejero han jugado a la democracia —a su manera— y les ha salido. Si contamos, además de a los peperos, a los delfines de los barones y a algunos ciudadanos, en el Congreso tienen mayoría absoluta.
En el fango social están en ligera desventaja, pero te sorprenden donde menos te lo esperas. Saben camuflarse en las fotografías, aunque andando se les nota de qué pie cojean. Huelga la pregunta de por qué ningún poder fáctico acaba de una vez con ellos: están disueltos por los cuatro, como átomos que declinan para que el movimiento social sea impredecible, imprevisible, impropio, imperturbable e imperfecto. Mi teoría se apoya en cuatro datos materiales que desafían la propia ley de la gravedad: la resistencia a la justicia histórica, la manía persecutoria del comunismo, la falsa amistad con la Iglesia Católica y la intransigencia con “el otro” nacionalismo (vasco y catalán).
La primera. La Ley de Justicia Histórica —como correctamente debiera llamarse a lo de la Memoria— se la pasan por la punta de la polla, que rima con Camboya, no por casualidad, sino por ser el único país del mundo que supera a España en número de muertos enterrados en desiertos y cunetas. Su argumento de “remover la mierda” destila el mismo hedor que ellos. En la misma línea, cualquiera quita una estatua, una cruz en un valle, o cambia el nombre de una calle, un estadio o un puente de los suyos.
La segunda. La ignorancia voluntaria del significado del término “comunista” hace que lo usen de modo peyorativo para descalificar a todo aquel que anteponga el beneficio del todo social al de la parte privilegiada. Así, la persecución obsesiva de Podemos y su demonización continua no brota de ningún espíritu santo, ni sano. De hecho el “monstruo” Iglesias fue un Frankenstein de fabricación telemática que se les fue de las manos. Todo por el desmedido afán de lo comercial. Al final resultó que, cuando el muñeco empezó a venderse a sí mismo, ya no tenían forma de cargárselo. Carajotes. Con lo olvidado que estaba ya el comunismo en este país y lo resucitan.
La tercera. Su delación definitiva no es tanta la amistad con la Iglesia como el hecho de que ésta —la amistad— sea falsa y represente la mayor expresión de la doble moral ibérica. Hay que ser cínico para seguir manteniendo iglesias castrenses y haciendo sonar el himno patrio en los desfiles procesionales, sabiendo que la auténtica doctrina cristiana es antifranquista hasta la misma médula de Dios Padre, hecho hombre, mujer, gay o lesbiana. Puede que no sea malo creer en Dios, pero sí lo es creer en Dios como enseñó el franquismo, que es como se cree en este país.
La cuarta sobra. No sé cómo no les da vergüenza insistir en la unidad nacional cuando es obvio que no la hay, pero el contravalor de la intransigencia les hace negar de continuo el derecho natural de los pueblos a autodeterminarse.
Mas como digo al principio, lo terrible no es la abundancia social del posfranquismo sino la naturaleza de sus militantes. Bascula entre quienes lo esconden y quienes lo ignoran. Los primeros merecen la cárcel, como en cualquier país civilizado. Los segundos merecen la historia para que se enteren de qué es lo que defienden. Además, cuentan con el añadido exótico de los que aún exhiben el águila en la bandera y levantan la palma en los entierros de los dinosaurios. Aprovecho aquí para hacer público mi odio a Manolo Escobar. Su “Viva España” es la canción más hortera de todos los tiempos. Nada más que le faltó cantarla con un traje de luces.
Acepto la derrota, pero no la comparto. Siempre dije que de este país me hubiera autoexiliado en el 36. Pero en el 17 del siglo siguiente también. Si no lo hago es por seguir viendo a mi hijo. Únicamente.
EL RUBIO (buscando VPO en los bosques de Alaska).

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