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Terapias para la antropofobia
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Terapias para la antropofobia

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Juan Carlos Aragón

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La antropofobia —al menos la que muchos tenemos diagnosticada— es una patología de origen social que se manifiesta como rechazo y pánico ante la muchedumbre (sobre todo cuando ejerce de muchedumbre). Así, por ejemplo, no frecuentamos festivales, ni conciertos, ni estadios, ni grandes superficies, ni playas, ni grandes urbes, salvo en aquellas excepciones en que la muchedumbre no está o está a una distancia con bajo riesgo de invasión. En mi caso personal, la fama no buscada —y menos deseada— y la apoteosis del “tonto de la foto” (el que te la pide en chándal desayunando con tu hijo) terminaron de desatar mi antropofobia. Como consecuencia, evito en lo posible los actos sociales cuando estos, además de multitudinarios, se celebran bajo la presidencia encubierta de la hipocresía y el cinismo. Como la Navidad. Como el Concurso del Falla.

La antropofobia no se cura, pero se alivia cuando la humanidad ofrece su mejor cara, que la tiene, pero encontrarla exige un esfuerzo, como me sucedió el domingo pasado cuando corrí la IV Carrera contra el Cáncer, motivado por Luisa, el Lince de Vejer, que creo que de seguir así participará en las próximas olimpiadas, en todas las pruebas. No se trataba de ganar sino de mostrar tu solidaridad activa en una causa que, más o menos de cerca, nos afecta a todos.
Reconozco que al recibir mi dorsal —el 1.147— me temí lo peor. Llevaba muchos años corriendo en solitario como ejercicio de espiritualidad física (valga la incoherente coherencia), pero nunca había participado en una carrera de esas porque veía venir a la muchedumbre y corría… pero en dirección contraria. Al llegar al lugar de concentración empecé a descomponerme. Boca seca. Pulso bajo. Sudoración fría. Flaqueza en las piernas. Esfínteres descontrolados. Me aparté de la línea de salida y esperé a que lo hiciera la marabunta, mientras simulaba problemas con el Runtastic. Pero a medida que fue avanzando la carrera conseguí alcanzar al Lince de Vejer y servirle de liebre para asegurar la llegada a meta de los dos tortolitos unidos. Solo puedo decir que fue una experiencia humana como ninguna. En medio de un clima de solidaridad, dolor contenido, coraje vital y compromiso con la salud propia y ajena, comencé a sentir la energía de esa parte de la humanidad que a veces sorprende con su mejor versión, la pura y auténtica, la que hace las cosas por un fin que no es político ni económico, sino humano, demasiado humano. A lo largo de toda la carrera, y según fueron cayendo los kilómetros, fui recibiendo un oxigenante chute de antropofilia como la catarsis mental que necesito para mirar al ser humano de otra manera de la que suelo mirarlo.
Algunos conocidos a los que me encontré en medio del agobio inicial me aseguraban que me vería recompensado cuando experimentara el orgasmo de cruzar la línea de meta. Pero la recompensa empezó a caer ya desde los primeros pasos. Cuando la crucé, de la mano del Lince de Vejer, nos besamos en un gesto de felicidad que el propio selfi delata. Tanto es así, que transcurren los días y la terapia ha seguido surtiendo efectos secundarios, terciarios y cuaternarios. Por poner un ejemplo, he llegado a comprender que la independencia de Cataluña no merece ninguna atención y he quitado el pasodoble en catalán que tenía para Los Mafiosos. Y en líneas generales, tampoco merece tanto interés la deplorable miseria constitutiva de nuestra clase política y económica, a las que puede partir un rayo y yo no enterarme. El mundo real, el de la vida, el humano, el nuestro (o el que debemos reclamar como nuestro) es mucho más rico en sabores y aromas si somos capaces de vivirlo al calor de las pequeñas cosas, que son las únicas y mejores cosas que tenemos para convertirlas en grandes, sin tener que andar tocándole las palmas ni los huevos a los gobiernos y a los jueces. Es en ese rincón de la existencia donde se encuentra la expresión del ser humano que te da la fuerza para vivir con sentido una vida que no lo tiene, o que a menudo pierde la cobertura. Lo mismo el domingo pasado inauguré una nueva adicción, la de correr como símbolo de esfuerzo solidario real con quien lo necesita, que cualquier día puedo ser yo (o tú).
Y de esa legión de especialistas en hacer canciones de carnaval al dolor, a la enfermedad, a la agonía y a la muerte como medio para recibir ovaciones y premios, no hallé a ninguno corriendo. Ni siquiera mirando. Si lo hubieran hecho quizá hubieran comprendido que el carnaval también necesita la misma dosis de antropofilia que yo recibí. Pero claro, para ello es previa la ayuda de alguien cercano que vea y te haga ver más allá del color del dinero y las sublimaciones del ego. Y esa ayuda, cuando te rodeas solo y exclusivamente de gente que es como tú, no suele llegar.
Siempre defendí que la solidaridad no era una virtud moral, sino económica: hoy por ti, mañana por mí. Ahora creo, además, que esta es la única forma de aplicar la economía a la moral sin que ninguna de las dos hagan daño a la especie humana.
EL RUBIO (buscando nuevo iglú con vistas a la humanidad)

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