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Un viaje a Sevilla
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Un viaje a Sevilla

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Ismael Touat

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Llevo un par de días planeando con mis amigos Jorge y Juan el desplazamiento a Sevilla para ver al Málaga en el campo del Betis. De vez en cuando me gusta ir al fútbol como un aficionado más. Y me motiva especialmente el Villamarín. Allí viví uno de los días más tragicómicos que recuerdo malaguistamente hablando. Hace casi dos años el Málaga acudió al estadio verdiblanco con urgencias serias. No era un encuentro a vida o muerte, pero una derrota podía posponer su tranquilidad en Primera. Un gol de Lolo Reyes desde su casa y una primera parte absolutamente infumable del equipo de Schuster me habían quitado siete meses de vida. Allí estaba yo, en la tribuna de prensa, con mi querido Antonio yendo y viniendo por el pasillo donde se sientan los periodistas. "No veas, compadre", es lo único reproducible que salía de su boca. A mi izquierda un chaval que curraba en una web y a mi derecha Pedro Luis Alonso, de SUR. Los aficionados béticos se partían el cogote cada cinco minutos para regalarnos cálidas miradas de fraternidad. Llovía mucho. Un momento idílico, vamos.
El Málaga siguió perdiendo hasta el minuto 84. Hacía rato que Schuster había metido a Juanmi y Rescaldani en el campo. En el 84 entramos en una especie de trance. En tres minutos de locura, los mismos tres minutos que puede durar el Dragon Khan, remontó el Málaga. La hostia. Un penalti fallado por Rubén Castro prolongó el carrusel de emociones hasta la conclusión. No me abracé con nadie porque no era el momento ni el lugar, pero me faltó poco para tirarme escalera abajo. Creo que no lo hice porque tenía que terminar la crónica (aquí está). Asistí en directo a varios acontecimientos inolvidables: Juanmi haciendo la de Butragueño sobre la línea de fondo y Rescaldani fabricando la 'Dejada de Dios', como la hemos bautizado estos días. Es imposible que Rescaldani, con ese aire de cualquier cosa menos de futbolista, capaz de asegurar que es hincha del rival histórico del equipo donde se crió, quien perdió un autobús que le habría cambiado la vida, el hombre del medio millón de euros, el de los estados de Facebook a lo Romeo Santos y el amigo de Alba Chica Latina, se pudiera crear una leyenda más malaguista: su mejor jugada como blanquiazul es una en la que no toca el balón. Su salto por encima de la pelota de Amrabat la cazó Darder y, boom, a la escuadra. "El partido estaba purísimo", fue lo que dijo Rescaldani cuando terminó. Intuyo lo que quiso decir, pero daba igual: habíamos asistido a Historia. Nuestro "¡Dios santo, viva el fútbol!" particular. Sin el Diego, pero con Ezequiel.
Respeto mucho a los que disfrutan del fútbol en toda su complejidad, de cada detalle táctico de un deporte que ofrece situaciones infinitas; me parece genial que haya webs y profesionales que te analicen que lo más peligroso de tal equipo sean los cambios de orientación de derecha a izquierda, que si juego de posición, presión alta y demás conceptos que yo, para qué mentir, hasta hace no mucho desconocía por completo. Al final creo que se trata más de interpretar cuatro ideas que de dominar todo el juego en su conjunto, pero bien por ellos, en serio. Para mí el fútbol va más allá, trasciende el césped. Es cosa de sensaciones, vivencias, del sentir individual y colectivo, una cuestión antropológica. En este caso, centrada en un equipo del que tengo la suerte de escribir casi a diario. "A mí no me gusta el fútbol, me gusta el Málaga", me ha dicho siempre mi Juan Navarro. El otro día leía a Irvine Welsh, autor de Trainspotting (la peli la has visto seguro), hablar de la relación existente entre las drogas y los hinchas de fútbol. Expone su teoría de que el éxtasis le cambió para bien, es el éxtasis el que hizo que la violencia desapareciera de las gradas y le llevara a pensar "joder, ojalá todas esas chicas fuesen mis mejores amigos" refiriéndose a las novias de sus colegas. Que conste que soy radicalmente opuesto al consumo de estupefacientes, pero en las palabras de Welsh descubro cierto nexo con mi visión de este puto juego: un lugar común, un punto de encuentro, un sitio donde reunirnos todos y querernos más y mejor.
Cómo no me va a gustar el fútbol (y el Málaga) si gracias a él aún intento descifrar la mente insondable de un jeque troll; si cuando marca Duje Cop se me llena el móvil de mensajes con la canción del Bombardero de Vinkovci; si hemos conocido a la leyenda Bobley Anderson y el mito de la Autosuficiencia. Todavía puedo paladear las tapas de tortilla y magro con tomate en la venta en la que paramos después de aquel partido contra el Betis de hace dos años. Nos recuerdo reventados y felices, soltando esa risa floja que te entra cuando eres por fin consciente de que te has salvado de despeñarte precipicio abajo. En mi vida he disfrutado más de un camino de regreso a casa. Cómo no gustarme el fútbol si me ha regalado esos instantes, cómo no me va a gustar si Rescaldani impidió un desastre con su pequeña hazaña. Cómo no voy a amar al Málaga si gracias a él he conocido a Jorge y Juan y puedo planear un viaje a Sevilla con ellos.

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