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El último suspiro
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El último suspiro

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Carlos Puértolas

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No quiero describir aquel momento con adjetivos pomposos. No quiero cursilería, memeces ni atrezo que distorsione el ruido real e indescriptible. Nada de eso. Fue una eclosión jamás vista en la Puerta 14. Hablemos claro: aquel estruendo del 3 de mayo de 2008 me emocionó más que un título. Quizá porque estaba seguro de que era el último latido de un equipo en estado terminal. Marcó el gol Fabián Ayala y, poco después, aquel Real Zaragoza falleció. 

El sumidero de Primera División había succionado prácticamente todos los órganos vitales de la plantilla. Aquel grupo que en septiembre pretendía mirar a la cara a los puestos de Champions League sobrevivía con respiración asistida y el aliento del viejo Manolo Villanova, quien había renunciado a un ascenso casi seguro en Huesca por un tratamiento experimental y casi suicida junto al agonizante club de su corazón. Necesitaba un milagro a medida para un grupo de estrellas rutilantes e inadaptadas a un hábitat repleto de basura, fiemo y sufrimiento. Diego Milito, Oliveira, Aimar, Fabián Ayala o Sergio García calzaban un tacón demasiado fino para bailar en el fango de Primera. “Ahí se necesitan unas chirucas y no bailarinas”, pensamos. El Zaragoza parecía un flamante deportivo pero rodando sobre el peor camino monegrino. Los bajos rozaron con los pedruscos, el motor gripó y un grupo de futbolistas fantásticos se detuvo hasta descender a Segunda División. Y así ocurrió. Pero volvamos a aquella noche de sábado, cuando los cinco sentidos se elevaron al infinito en la Puerta 14. Oscurecía el 3 de mayo y visitaba el Ebro el Deportivo de la Coruña.  Olía a muerto. El equipo desprendía un hedor insoportable a tragedia y La Romareda sudó de puro pánico. Era una noche primaveral demasiado cálida y lejana a los artículos que unos meses antes lo colocaban como favorito a estar arriba. En puestos de descenso le quedaban cuatro balas y poca puntería para salvar lo insalvable. Manolo salió con todo y el equipo buscó el gol por izquierda y derecha hasta la extenuación.  Muchas fotos de aquella alineación firmaron contratos junto al pérfido Agapito soñando con escuchar el himno de la Champions en los altavoces de La Romareda y habían acabado entre sonoras pitadas ante el escuálido puntaje de la clasificación. La Puerta 14 lo oyó todo. Primero los ánimos y el sonido de palmas sólo en los fondos norte y sur; el “Alé Zaragoza, alé, alé” de La Romareda entera ante un Deportivo respondón y un tímido conato de himno dilapidado por la falta de puntería. Luego la Puerta 14 recriminó a un grupo impotente e incapaz y le proporcionó más aliento con sus cánticos ante el sudor generoso y sin premio. Y finalmente se hizo el ruido, la tormenta perfecta después de un trueno argentino.  Nunca me he fiado de los tipos que acuden a un partido nocturno sin un bocadillo generoso envuelto con papel de aluminio y guardado en una bolsa de plástico fina. El recuerdo guarda regusto a jamón y tortilla, a queso y longaniza; a lo que cada paladar quiso, su dieta permitió y las manos prepararon para subsistir una noche dulcísima. La temporada finalizó en Palma con sabor a bilis.  Intento rozar lo menos posible la vetusta Romareda. La Puerta 14 siempre tuvo el culo fino como para colocar unas cuantas páginas de periódico primero y una almohadilla cara después sobre los antediluvianos asientos del estadio. Pero aquella noche, todo cambió. Toqué sillas, pilares, banderas y bufandas, la mía y la del resto. Abracé a amigos y enemigos; al molesto, al gritón, al silencioso y al adulador. Todos nos unimos y palpamos con los dedos la camiseta sudada del vecino sin más ansia que celebrar un gol peleado hasta el último soplido. Luego agarramos la bufanda para moverla al cielo. Lo dice Nayim: “El bufandeo de La Romareda no existe en ningún estadio del mundo”  Lo vi todo. Minuto 93. Manolo gritaba en la banda: “¡¡Todos arriba!!”, acompañado de un juramento. Más. Más. El ínclito Francelino Matuzalem botaba una falta desde la línea de tres cuartos. Media Romareda movió su cuello para que algo ocurriera. Algo diferente a lo visto en más de hora y media de fútbol e impotencia. El portero Aouate fallaba en la salida, el balón suelto desde la línea de fondo lo rozaba con timidez Sergio García y Ayala simplemente colocaba su pie izquierdo para que el balón, manso, cruzase la línea. Gol. Había marcado gol.  La Puerta 14 saltó, se abrazó, oyó, miró, olió y regustó lo que es un triunfo agónico y una salvación con fecha de caducidad.  No hubo milagro ni tratamiento para un cadáver caro. Aquel equipo ya estaba muerto. No ganaría ni un solo partido más y descendería a Segunda División.  Sé que gustan los enigmas. Hablemos de una muerte misteriosa, la del uruguayo Julio César Benítez. Pero eso ya es otra historia.

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