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Benítez y La Cabaretera
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Benítez y La Cabaretera

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Carlos Puértolas

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Lo peor de los aeropuertos son las esperas casi eternas. Lo mejor también. Esperaba un vuelo a Nueva York en abril de 2008 y, frente a mis gafas de pasta, me llamó la atención un gran titular en la página 57 de La Vanguardia, firmada por Enric Bañeres: “Julio murió de un envenenamiento”. Lo contaba una setentona, viuda desde hacía 40 años y también con gafas. Entre sus dedos sostenía dos fotografías de un futbolista moreno, alto y musculado mientras apoyaba los codos sobre la mesa camilla de su pisito de 49 metros cuadrados en el Barrio de Las Fuentes de Zaragoza. Hablaba de Julio César Benítez.        

Pilar Ruiz “La Manchega” era la viuda de un zaguero uruguayo fogoso. Un carrilero de toda la vida capaz de abarcar 105 metros en un puñado de zancadas. Benítez había emigrado de Montevideo siendo un adolescente y, tras pasar por el Valladolid, fichó por el Real Zaragoza magnífico de Lapetra y Yarza en el año 60. Tres millones de pesetas de traspaso para jugar treinta partidos, marcar dos goles y en algún rincón oscuro, entre plumas y neones, conocer a Pilar. Esta jovenzuela de Calzada de Calatrava actuaba como cabaretera sobre las barras de Zaragoza cuando su piel arrugada se mantenía tersa, el pecho firme y el tacón fino.         Se enamoraron perdidamente y pronto compartieron sábanas en pecado mortal tras no recibir la aprobación paternal al matrimonio por parte de la familia uruguaya.          Pilar cuenta que su pareja nunca faltó una noche en casa, que Julio no bebía alcohol, aunque muchas madrugadas las pasara con otros futbolistas entre luces junto a algún cubalibre y medias de rejilla. Era un tipo rudo, de carácter fuerte y mili dura en sus vísceras. Su chasis imponente escondía un hígado maltratado por su penosa alimentación regada al güisqui. “Era capaz de comerse doce canelones de una sentada” y, a la vez, cuentan que vaciaba botellas de destilados en su gaznate antes de meterse como un fardo en un taxi rumbo a la cama de La Cabaretera. En Zaragoza sufrió una hepatitis, con solo 20 años pero Pilar también tenía respuesta a aquella enfermedad “Se la contagiaron”.         El caso es que el Barça buscaba un antídoto a Paco Gento. Una cura al extremo más imponente del fútbol español; y la encontró en La Romareda. Pagó el triple, 9 millones para acabar con la dictadura del hoy Presidente Honor del Real Madrid.         De piel café con leche, pelo negro y cejas pobladas vistió el 2 y sí, paró a Gento. Cuenta el periodista Alfredo Relaño que jamás vio al extremo yeyé superar a Benítez. El muchacho se colocaba de medio lado y con brazos en jarra frente a la leyenda blanca; con rostro vacilón y una personalidad apabullante retaba a un Paco Gento que, en lugar de avanzar, bajaba su mentón y retrocedía tímido hacia su campo. El resultado de Julio era magnífico y pronto protagonizó portadas y tertulias: “¡Han parado a Gento!”         Pero no todo fue felicidad. A pesar de su magnífico sueldo y la fama creciente jamás se adaptó a las Ramblas. Cuenta su esposa que Julio y ella misma se sintieron discriminados. No tuvo relación con sus compañeros en el verde y sí con los periquitos Piris e Idígoras con quienes compartió confidencias.         Seis días antes de su fallecimiento disfrutó de un fin de semana sin Liga en Andorra de donde volvió con una nueva vajilla Duralex y una fuerte erupción con picores en el costado, el vientre y la espalda. Al parecer Benítez culpó a alguna toalla sin detergente, una urticaria o, quizá, unos mejillones en mal estado. Pilar lo niega: “Julio comió verdura y carne”.         Pronto aquellos picores fueron a más. Ni las friegas amables de su amada con vinagre, ni el diagnóstico de un especialista recomendado por el técnico Salvador Artigas contuvo aquel dolor y los mareos posteriores.         El miércoles 3 de abril Benítez comenzó a delirar. Dice su viuda en La Vanguardia que “su cuerpo crujía como si estuviera envuelto en papel de celofán”. Entró en coma y ella avisó al club que, tras muchos titubeos, envió a los médicos. Julio ya era un cadaver al que sólo le faltaba que se detuviese su corazón. Lo trasladaron al Hospital de la Cruz Roja sin más esperanza que una muerte dulce y cómoda entre sábanas limpias.         El sábado pasadas las tres de la mañana y con la extremaunción dada por un sacerdote de guardia fallecía un futbolista de cartón piedra. Un tipo de piel dura que retenía un interior destrozado. El informe fue tedioso: “Muerte por fibrilación ventricular consecutiva a una séptico-pihoemía intensísima”, chino para una sociedad más centrada en la Eurovisión de Massiel, quien esa misma noche había ganado Eurovisión con su LaLaLá, y en el clásico que el domingo debía disputarse en el Camp Nou con la Liga de 1968 en juego.         En lugar de fútbol se instaló una capilla ardiente con el cadáver de Julio. Allí asistieron una madre uruguaya desesperada que jamás aceptó a su nuera, una esposa rota de dolor, su enemigo íntimo Paco Gento junto a Miguel Muñoz y 100.000 aficionados en el que, según cuentan fue el entierro más popular que se recuerda en Barcelona.         ¿De qué murió Benítez? Nadie lo supo con certeza. La lata de mejillones, un hígado de cristal fino, un neumococo o un envenenamiento; las hipótesis más peregrinas corrieron por los mentideros de la Ciudad Condal. Mientras Pilar La Cabaretera volvía a Zaragoza a su pisito de Las Fuentes donde supervivía entre fotografías y recuerdos de un puma que descansa en el nicho 5.098 de Les Corts en Barcelona. Poco a nada se recuerda de la muerte de un futbolista inhabilitado por el Régimen franquista: Andrés Lerín. Pero eso ya es otra historia.

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