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El alifante rojo
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El alifante rojo

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Carlos Puértolas

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Hubo una España timorata y malnutrida en la quien medía más de 1.85 parecía un gigante. Aquella altura sólo la lucían tipos rudos y excepcionales, dignos de exhibición en escaparates y ferias ambulantes ante la atenta mirada del españolito.


En pleno trienio tricolor un Real Zaragoza recién parido visitaba Barcelona para enfrentarse al Júpiter. Al descanso de aquel 5 de mayo de 1935 el equipo blanquillo ganaba por 0-3. Entonces el periodista de Heraldo de Aragón Miguel Gay escuchó a un parroquiano catalán: "Es que es imposible meterles un gol, parecen alifantes". Más de 1.90 midió el guardameta Andrés Lerín. Con sus rodilleras, sus coderas cosidas con hilo fino, pelo embetunado, raya en medio y una imponente planta se convirtió en el primer gran portero de la historia del Real Zaragoza.
Lerín nació en Jaurrieta en 1913. Navarro de cuna pronto mostró un imponente amor por la portería. Creció rápido. Con sólo trece años se enfundó los guantes del Tudelano de Tercera División. Repeinado y fuerte como un roble, cuentan los periódicos que mostraba una corpulencia capaz de amilanar a cualquier delantero respondón mediante su tremendo despeje de puños.
Fichó por el Real Zaragoza y el 13 de noviembre de 1932 debutó en el Stadium Gal de Irún. El equipo perdía por 7-0 cuando el titular Osés cayó lesionado. Del banquillo saltaba un gigantón coordinado con el pantalón atado a la altura el ombligo y camisola de manga larga. Lerín representaba un 'rara habis' en el fútbol de los treinta que repelió cada uno de los ataques vascos. No encajó ni un solo gol y, desde entonces, él fue el titular.
No se dejó asustar por nada ni nadie. Más de una vez (y de dos) mostró su carácter indomable ante los adversarios y tuvo que salir en el coche de la policía tras enfadar al público rival que arrojaba su ira y la merienda sobre la testa brillante de Lerín.
En abril de 1936 aquel equipo tozolonero y bravo logró el primer ascenso a Primera División del Real Zaragoza football club tras ganar 5-0 al Girona. No eran los más rápidos, ni los más hábiles, ni los más talentosos que el resto pero sí los más fuertes. Se habló tanto de Lerín que el seleccionador nacional de entonces Amadeo García Salazar le llamó para jugar con España y sólo un pasaporte caducado le impidió debutar como internacional.
Pero la madrugada del 17 al 18 de julio de aquel 36 estalló la Guerra y España se partió en dos. Dos días antes Lerín había viajado al País Vasco, a Hondarribia, para pasar sus vacaciones. De profundas ideas republicanas Lerín huyó a Francia ante el ímpetu de la tropa nacional del General Mola en la zona vasconavarra.
Con la Liga suspendida por las bombas, Lerín volvió a España por La Junquera hasta Barcelona donde combinó el fútbol con su jornal en una armería de explosivos del ejército republicano. Allí trabajó tres años, hasta que la bandera franquista se izó en la Ciudad Condal. Volvió a atravesar el Pirineo, junto a su División, y fue retenido en un campo de refugiados al sur de Francia. Allí Lerín supo lo que era la enfermedad, la miseria, el hambre y también el amor. Entre agujas conoció a su mujer Blanca Villar, enfermera y, poco después, esposa del grandullón navarro.
Tras diversos devaneos con la administración gala, un conato de huída a Argentina vivió el comienzo de la II Guerra Mundial en Perpignan y huyó, pero a España. Cazado por enésima vez en su vida, cruzó la frontera entre cuerdas y sentenciado por un tribunal franquista a cinco años sin fútbol; pero la fama y las influencias de un viejo amigo falangista redujeron esa sanción a una sola temporada. Lerín volvía a sentirse portero.
El 27 de septiembre del 1942 se enfundó los guantes del Real Zaragoza y encajó seis goles dentro de un equipo decadente entrenado por Jacinto Quincoces. Nunca jamás fue aclamado.  Su pasado republicano corrió como la pólvora en una España franquista y nada olvidadiza con el bando derrotado. Cuenta Miguel Ángel Lara en Marca que le insultaron sin medida: "¡Rojo! ¡Colgadle del larguero!". Zaragoza también fue inmisericorde con sus ideales. Feudo nacional, el respetable de Torrero descargó su ira en Lerín y su pasado violeta. El ambiente tóxico de aquellas tardes provocó que sólo jugara cuatro partidos más y pidiese su salida del club. 
Se marchó a Gijón y después a Murcia donde le apodaron El Maño sufriendo el mismo odio de Zaragoza. Dicen que en la Calle Requeté Aragonés, en la vieja sede del club quisieron repescar a Lerín, quien no aceptó y dejó el fútbol. Volvió al Ebro pero no a calzarse las botas sino a vivir y entrenar después en la cantera del club, ejercer como masajista e incluso entrenar al primer equipo un día de 1967 en una eliminatoria de Copa.
La leyenda de Andrés Lerín se difuminó y el 19 de noviembre de 1998 fallecía sin más recuerdo que el de un futbolista huido, con creencias de plomo y altura alifanteNo tan alto era Saturnino Arrúa. Un paraguayo de buen pelo que con sus compatriotas hizo historia sin títulos. Pero eso ya es otra historia.

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