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La catarsis de Yarza

La catarsis de Yarza

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Carlos Puértolas

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La actuación de Yarza aquella noche fue desastrosa. Un autogol ridículo resultaba definitivo para que el Real Zaragoza sufriera una de las derrotas más humillantes de su historia. Los blanquillos habían perdido por 2-4 contra la Cultural Leonesa. La bronca tremenda de la grada y el desencanto general en el viejo campo de Torrero resonó abominable en los oídos del guardameta.

Las crónicas del 22 de octubre de 1954 fueron sangrientas: “Un equipo presumido de millonarios y nutrido con las viejas glorias que jubiladas ya se retiran aquí a la pensión vitalicia de un dinero fácil (…) No asusta el descenso a Tercera sino la ultratumba”. El mayor desastre conocido hasta entonces asignaba al Zaragoza el papel de serio candidato al descenso a la Tercera División. El verbo voraz de los plumillas apuntó a la nuca y el entrecejo del cancerbero: el joven José Enrique Yarza Soraluce. Siete días más tarde “El Chicharri”, como le apodaban en la plantilla, se quedaba en el banco en favor de Pedro Lasheras. Allí pagaría sus pecados durante dos años.
Pocos supieron entonces que el respiro lo había pedido el propio Yarza al entrenador Edmundo Suárez “Mundo”. Superado por las críticas hirientes y una afición en su contra decidió calmar la bronca desde el banquillo y no bajo el larguero. El vasco debía reinventarse.
Precisamente reinventarse es lo que hizo Yarza desde niño. Fue un tipo de cabeza fría, tranquilo, muy formado, trabajador, con ideas claras y pies de plomo. Hijo de una familia acomodada de San Sebastián obtuvo unas calificaciones brillantes, tanto en la Enseñanza media como en el examen de reválida. El fútbol no era su prioridad. Ni de lejos. Su futuro, con el riñón asegurado desde Guipúzcoa, estaba planeado para que discurriera entre probetas y laboratorios y no en el verde. En 1948 se matriculó en la Facultad de Ciencias Químicas de la Universidad de Zaragoza e ingresó en el Colegio mayor Pedro Cerbuna. Allí sus camas, sus compañeros, sus juergas y, también, las pistas de fútbol marcaron la personalidad del vasco. Aficionado al deporte en general, se exhibió como extremo izquierdo, veloz como un rayo, en un combinado universitario durante pequeñas giras por los pueblos de la provincia; incluso era el encargado de lanzar los penaltis. Aquellas tardes de mucho vino y más rosas no pasaron desapercibidas en los clubes regionales que vieron en este guipuchi de estatura media, pelo excelso, buen pie y mejores manos a un futbolista tremendo sin querer serlo. Entre el puñado de ofertas que se acumularon en su pupitre de la Universidad, el Celta de Zaragoza, de Primera Regional, fue el elegido tras la influencia de Pedro Velilla y los hermanos Perbech. Yarza catapultó al equipo a Tercera. Pero el servicio militar se cruzó en su camino. Aquella España rojigualda y negra de yugo, flechas y obligaciones a toque de corneta le ordenó dormir en los catres de la Brigada de Castillejos, en Tarragona. Los universitarios no estaban obligados a pasar dos años completos en el cuartel sino que tenían la posibilidad de acogerse a lo que entonces llamaban Milicias universitarias. El joven Yarza no lo dudó y cumplió con la mili en su versión por fascículos, a la vez que estudiaba Químicas. Llegó a alférez de complemento y cuentan que sus notas, a pesar del cetme y las guardias, fueron sobresalientes.
Pero en el cuartel no destacó por nada de eso, sino por sus habilidades en el campo. Recibió la visita de representantes del Arenas con los que, tras muchos devaneos y esperas, llegó a un acuerdo previo paso por el Fuenclara. A cambio el Celta recibía gratis el uso del campo del Arenas, en el Barrio de San José. Carne por tierra, que diría aquel. Fichar por el Arenas suponía tener línea directa con su hermano mayor, el Real Valladolid, del que era club colaborador. Pero Yarza no culminó ese camino a pesar de las presiones. Un directivo del Real Zaragoza, el Doctor Baselga, había tirado de corazón y una verborrea convincente para que el bueno de Yarza acabase bajo el larguero de Torrero; y, tras convencerle, el propio Enrique también había echado mano de una fidelidad plomiza para rechazar el doble de sueldo ofrecido en Pucela: “Un profesional tiene una sola palabra. La he empeñado con el Zaragoza en la persona de su directivo, el Doctor Baselga” exclamó.
Menos rico en su cuenta corriente pero infinitamente más en su señorío, el vasco comenzó una nueva carrera profesional, la deportiva. La universitaria quedó aparcada en 3º de Químicas a pesar de esa vocación, el excelente expediente y un don por las fórmulas. El fútbol se convertía en prioridad. Yarza era un diamante sin pulir. Hecho a sí mismo necesitó el martillo y el cincel de Emilio Berkessy, Domingo Balmanya, además del mítico Andrés Lerín, para moldear a un guipuzcoano criado en campos regionales y barras universitarias. Yarza era un tipo serio y tranquilo, con la cabeza amueblada, de negro riguroso en su zamarra y unas rodilleras rudas. Ya no era el fino estudiante del Cerbuna sino el futbolista de Torrero, “Un joven pinturero y fresco” como apuntan los artículos de entonces. Titular indiscutible en la primera temporada su particular catarsis llegó una tarde oscura de octubre de 1954 con el presidente Cesáreo Alierta en el palco.
Aquel domingo Yarza falló de manera estrepitosa. El Real Zaragoza derivado del de Los Millonarios intentaba reverdecer un equipo en los sótanos de la elite. Pero no. “Los tantos de La Leonesa no tuvieron más mérito y ni aun ese, todos eran fácilmente parables” acusaban las rotativas. Yarza, destrozado por las críticas e impertinencias de quien le consideraban demasiado bajito con su 1.73 de altura y sincero consigo mismo y el club, pidió un receso a Mundo. Y Mundo se lo concedió, de forma radical. Desde aquel momento el titular pasó a ser Pedro Lasheras quien, una semana después, cuajó una gran actuación ante el España Industrial en Les Corts. Desde entonces defendió con acierto la portería de Torrero y después de La Romareda durante un lustro. Curioso que Lasheras fue titular en el partido de inauguración del estadio ante Osasuna. Pero Enrique no cejó en su empeño de ser meta del Real Zaragoza. En los peores momentos recordaba las palabras de Pedro Eguiluz, de Balmanya y de Berkessy: “Tú serás un gran portero”.
Y lo fue. En la temporada 59-60 una concatenación de hechos provocó que el ostracismo de Yarza se quebrase. A La Romareda llegaban Severino Reija, Carlos Lapetra, Marcelino e Isasi; regresaba Edmundo Suárez “Mundo” al banquillo, además de frustrarse una negociación de Lasheras con el Real Madrid, que, al parecer, no sentó nada bien en las oficinas de la Calle Requeté aragonés. Enrique Yarza tenía 29 años y volvía a la titularidad, esta vez para quedarse. Aquellos hechos fueron el germen del mejor Zaragoza de todos los tiempos. Del que ganaría dos Copas y deslumbraría en Europa al ritmo de un fútbol espectacular, siempre sustentado por “El Chicharri” bajo palos, además de los Benítez, Santamaría (Paco, no José Emilio), Alustiza o Severino Reija en la zaga.
Se retiró Manolo Torres “El Torico español” y el portero se colocó el brazalete para levantar, después, el primer trofeo de la historia del club: la Copa de Ferias de junio 1964 en el Camp Nou. Yarza es el capitán que más títulos ha alzado en toda la historia del club aragonés.
Íntimo de Julio César Bénitez, con sus gafas oscuras y su gomina, Enrique fue el ídolo tranquilo. Para la historia queda una tanda de penaltis del Carranza en el que sólo el ya azulgrana Benítez fue capaz de doblegar a un Yarza estupendo, ovacionado por el respetable gaditano. “Eres genial Quique pero yo te lo voy a meter” le cuchicheó su amigo antes de marcarle los tantos y llevarse el trofeo a Barcelona. 
El tipo nacido en las calles burguesas de San Sebastián había visto lo peor del fútbol y se había reinventado para capitanear un Zaragoza delicioso. Dicen los periódicos que hasta cuarenta y un porteros (no fueron tantos) intentaron destronar a Yarza. Bardanca, Joanet, Visa, Piñol, Aldea y demás compañeros fracasaron al pretender arrebatarle el puesto de guardameta. Simplemente era mejor.
Sólo le faltó ser internacional A. En aquel experimento de selección B del año 60 sí viajó a sus concentraciones junto a un jovencísimo Marcelino Martínez Cao. Por delante estaba el monstruo Iríbar, a quien, curiosamente, hizo mítico el Real Zaragoza magnífico de su paisano guipuzcoano.
Yarza compitió hasta los 39 años, hasta que una lesión en el tendón de Aquiles le dijo basta. El último partido lo disputó allí donde se hizo más grande, en la Copa de Ferias de 1968, en el campo del Trakia de Plodvid búlgaro. Los cronistas no fueron benevolentes con un señor que sufría fuertes dolores y que lo había dado todo por la entidad en sus más de 250 partidos. Cuatro presidentes, dieciséis entrenadores y un público al que acostumbró a caviar bajo palos le convirtieron en mito.
Le faltaba uno duelo más, el de homenaje y se celebró el 1 de mayo de 1969 ante el Wienner Sport Club austriaco. El fútbol había acabado para él.
Yarza, tras diversas vueltas y revueltas, regentó un club de copas en el Paseo de las Damas, junto a su compañero magnífico Santamaría.
La Puerta 14 se quedó de hielo minutos antes del Real Zaragoza – Sevilla de un 9 de septiembre de 2001. Se escuchó el minuto de silencio más sonoro jamás vivido. Yarza había fallecido en su casa de Donostia tras sufrir un cáncer hepático a los setenta años. Le ovacionamos, quienes no le habíamos visto jugar también. Se marchaba uno de los nuestros.
Llevo tiempo pensando cómo abordar a Los Magníficos y lo haré a partir de su arquitecto, el entrenador Luis Belló. Pero eso ya es otra historia.

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