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53 días de gloria
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53 días de gloria

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Carlos Puértolas

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Fueron los cincuenta y tres días más importantes de la historia del Real Zaragoza. Cincuenta y tres días de un juego eléctrico, triunfos inapelables contra todo y todos, un grupo humano irrepetible y dos títulos que colocaron al club en las portadas de media Europa. Los dirigió un murciano jovenzuelo moreno, refinado y sin experiencia en la elite pero con un método revolucionario que resultó magnífico.

Número uno de su promoción en la Escuela de entrenadores, Luisito Belló supo desde el primer momento que su contrato tenía fecha de caducidad, pero le importó poco. Este muchacho de Cieza decidió aportar su mano derecha y, sobre todo, su izquierda para ganarse al talento rutilante que campaba por La Romareda, subir a los hombros de Reija, al techo de un autobús y abrir una vitrina que, hasta entonces, sólo coleccionaba polvo, pocos ascensos, más decepciones y el eco del griterío de una afición que sólo conocía la cara b del fútbol profesional.
Luisito Belló fue primero Belló II. Un muchacho habilidoso parido en las ligas regionales murcianas. Su juego no pasó desapercibido en los mentideros futbolísticos del sur y pronto se marchó al Albacete de Tercera División donde fue el mejor. Por aquí ya andaba su hermano, Francisco Belló, quien le aconsejó subir un puñado de kilómetros más, hasta Zaragoza, a un club donde se pagaba bien y se construía un proyecto para estar entre los mejores. En 1949 Francisco se convirtió en Belló I y Luis, más joven y, según dicen, más habilidoso, en Belló II. A su lado los dos primeros extranjeros de la historia del club, los argentinos Juan Alberto Valdivieso y un fugaz Daniel Laurén, fracasaron en el objetivo del ascenso.
Aquella temporada estuvo mal parida desde el principio. Alto como un mallo y delgado como un fideo su debut contra el Badalona se disputó un lunes y no un domingo como estaba previsto. “Era tanto el público que subió a Torrero en aluvión como pocas veces se había visto y suspendido el partido por la desgraciada nota. Se hundió una tapia con víctimas pero muchos volvieron a subir el lunes en día de labor”. El partido fue trasladado al día siguiente, con banderas a media asta y lo ganó el Real Zaragoza por dos a cero ante un rival “nada blandengue”. Belló II dejó su sello con un tiro al larguero y un gol anulado por “offside”.
Meses después, el Doctor Julián Abril, presidente del Real Zaragoza y pretencioso en su proyecto, tiró de pesetas para construir el sueño de Primera a golpe de chequera. Fue un verano de portadas y muchos ceros; llegó el flamante culé Gonzalvo II y Rosendo Hernández, triunfadores en el Mundial de Brasil 50, ambos a millón por barba. Nacía el germen de un equipo de relumbrón al que tildarían como Los Millonarios. Pocos fueron tan definitivos como Belló II y los nueve goles en su saca. Tras un agónico play off el Real Zaragoza ascendía a Primera.
Ese fue el mayor éxito de un pelotero interior, técnico y veloz, que recibió una oferta del Barça por 100.000 pesetas pero decidió quedarse junto a su hermano en la capital del Ebro unos años más. Tras un fugaz paso por el Atlético de Madrid cerraría su carrera en Alicante. Belló II había acabado y nacía Luisito. Luis Belló estaba enamorado del fútbol y pronto se sacó la licencia de entrenador aunque sus primeras labores, en Zaragoza, las desarrolló en la secretaría técnica, como espía de rivales y peloteros con clase. Observador de otro fútbol no dudó en proponer elementos poco o nada vistos en el balompié de cartón, piedra y barro desarrollado hasta entonces. Pero eso sólo se supo a partir del 12 de mayo de 1964. Antoni Ramallets fue despedido tras una goleada del Valencia en el final de la Liga a pesar de seguir vivo tanto en la Copa de Ferias como en la Copa del Rey. Catalanizado, la cabeza de Ramallets rondaba más la ciudad condal que Zaragoza. Los chinchorreros y opinadores de baja estofa apuntaban a una mala relación con el núcleo duro de la plantilla, pero eso quedó borrado de un plumazo; cuando el propio Ramallets reconoció la comida de homenaje que le ofreció el equipo, además de una bandeja de plata de regalo. Ahí es nada. El presidente Waldo Marco no quería hipotecar su proyecto y buscó una solución transitoria. Un temporero entre Ramallets y el argentino Roque Olsen, quien estaba cerrado para la siguiente temporada. Waldo no pensó demasiado ni se gastó dinero en un nombre luminoso. Tiró de un pollo de la casa, casi crudo. Un muchacho de 35 años que figuraba como ayudante pero que prácticamente no había pisado el campo de entrenamiento como él mismo reconoció minutos antes de su pisar el verde: Luisito Bello. Su fugaz experiencia en el banquillo pasaba por el Alcañiz y el Amistad antes de dedicarse al seguimiento de futbolistas y a “vivir tan ricamente con mis negocios y mis entrevistas”.
 La excelente relación con el propio Ramallets le ayudó a que la transición supiese a dulce. “¿Te encargarás de una tarea difícil?” le preguntaron a Luis. “Sí, tiene una responsabilidad que he medido pero creo que podré afrontarla o por lo menos poner de mi parte todo el interés y entusiasmo”. Pero no todo fueron buenas palabras. La tinta, con un tono socarrón, animoso y casi bromista tildó a Belló de “buen esposo, y a cambio de los sinsabores que la tarea propia de su empleo va a llevar a su hogar, lo compensa acudiendo con su esposa al cine en sesión de siete”. Luisito, como le llamaban entonces, contestaba con el mismo regusto burlón: “Ha habido un periodista que, de sopetón, no me ha permitido dormir la siesta. En fin, todo hay que admitirlo de buen grado”. Reconoció su afición al cine y a los paseos de la mano y a la prensa no le quedó otra que claudicar: “Y como Belló desea descansar, le dejaron en paz”. Luis secó la pluma y cerró la cremallera de la boca a los criticones de la época. 
En el campo fue incluso mejor. La química de quien había estado dentro del vestuario pocos años antes de asumir la pizarra resultó definitiva para unir, por un objetivo común, a los Carlos Lapetra, Reija, Marcelino, Villa, Canario o País. Belló era uno más que supo cuidar a las estrellas donde debía y claudicar en algunos de sus caprichos. Lapetra viajaba cada mañana desde Huesca a Zaragoza para entrenar en su Seat 600 trucado con el kit de un Nardi. Volaba por la vieja carretera oscense y fue mimado hasta el punto de recuperarse de forma milagrosa de una lesión que le dio por descartado en muchos partidos definitivos de ese final de temporada. 
El grupo se convirtió en una máquina de hacer fútbol y goles. Colocó cinco futbolistas de ataque, sí, los cinco dando a Eleuterio Santos el protagonismo que no había disfrutado con Ramallets. Y lo ganó todo. Primero al Hércules en los cuartos de final de la Copa del Generalisimo, al Lieja en semifinales de la Copa de Ferias y al Barça también en las semifinales pero de la Copa en una serie memorable. Olsen, tras ser confirmado por Waldo en Heraldo de Aragón y dotarle a Belló el cargo de interino en el banquillo, sudó lo indecible al observar que el listón subía un puñado de centímetros cada partido. El nivel acabó en las nubes. El primer título llegó tras una semifinal trepidante ante el Lieja, resuelta en La Romareda en un partido de desempate. Los goles los marcaron el brasileño Duca y Santos, acompañados de la exhibición de un Lapetra excelso. El magnífico más magnífico fue definitivo en los dos tantos.
Curioso es leer que, días antes de la final, el Real Zaragoza, el Valencia como segundo finalista y la recién nacida UEFA todavía debatían si el título debía disputarse a ida y vuelta, o con un método nunca visto hasta entonces en esa competición: a duelo único en campo neutral.
Finalmente se disputó en un Camp Nou, a distancia parecida entre el Turia y el Ebro. La afición aragonesa ni mucho menos se desplazó en masa pero sí se hizo notar en una grada catalana a la que se le vio mucho más cemento que aficionados. Poco más de 10.000 aficionados vieron como el Real Zaragoza ganó por dos goles a uno al Valencia de Ricardo Zamora. Lo superó en todas las facetas del juego y “un mejor planteamiento y armonía conjunta de los aragoneses y un fútbol moderno”. Marcelino y Villa noquearon a los levantinos que se quejaron de la actuación arbitral. Al parecer, el árbitro portugués Joaquín Santos miró a Colón y a la Sagrada Familia cuando el equipo aragonés cometió un claro penalti que hubiera llevado a la prórroga. Ni un minuto de descuento. El Real Zaragoza era campeón de la Copa de ciudades en Ferias. 
La alegría inundó la ciudad pero ni mucho menos con la intensidad que sí sintió, unos días después, con la Copa del Generalísimo.
El Real Zaragoza había perdido por 3-2 en la ida de las semifinales en el Camp Nou a pesar de ofrecer la imagen estupenda de un equipo capaz. Protagonizó titulares y comentarios tremendos de la prensa catalana: “Pocos equipos le juegan al Barcelona de poder a poder y el Zaragoza lo hace porque puede”. Y para el entrenador quedaba lo mejor de la tinta: “Belló es inteligente y lo que hizo fue insistir en el marcaje individual”.  Tras la sobredosis de alabanza impresa, el equipo necesitaba una machada que sustentase con hechos las caricias de los columnistas aragoneses y catalanes. Belló pidió calma en repetidas ocasiones y separó al equipo de los aduladores y los palmeros. Tocaba dar la cara en casa, en una Romareda llena hasta la bandera y con ganas de reinar en la competición más importante del momento, por encima de la Liga española.
Y lo logró. El mismo día que el Barcelona repescaba a Seminario del Calcio italiano, y con la leyenda blanquilla como espectador de lujo, el Real Zaragoza desplegó un fútbol total. Tumbó al gigante culé por 2 a 0; ambos goles de Isasi. No estuvieron Pepín ni Duca pero nadie les echó en falta porque aquel era un equipo en mayúsculas, “Marcelino, Villa y Canario fueron habilidosos artilleros de excepción”. Sólo una portentosa actuación de Sadurní salvaron al Barcelona de una goleada sonrojante. El mérito se repartía entre futbolistas y entrenador. La comunión entre las partes era tan perfecta que Severino Reija y Santos auparon en hombros a Luisito Belló y le dieron una vuelta al ruedo para que recibiese su merecida ovación del público blanquillo. En Cataluña bajaron el mentón ante la exhibición local: “Hacía bien Belló en esperar este partido para ganarlo. Hemos visto al campeón”.
Pero eso de campeón sólo se supo el cinco de julio a las ocho y media de la tarde en la que calificaron “la finalísima inédita” en Chamartín: Real Zaragoza – Atlético de Madrid, con Franco y su esposa Carmen Polo en el palco y 75.000 personas en el graderío. El Zaragoza había viajado un día antes y se había alejado de la bulliciosa capital hasta San Lorenzo de El Escorial desde donde salieron rumores preocupantes a unas horas del partido: “Lapetra está lesionado” anunciaron por televisión. No fue verdad. Aislado de todo ese ruido Luis Belló preparaba minuciosamente su último partido en el banquillo. La despedida más grande a sólo 90 minutos: “Nadie desea la victoria como yo”, dijo. Como carta de presentación, los cinco magníficos quienes jugaban juntos en Copa por segunda vez.
Enfrente un Atlético que, a pesar de su discreta Liga, había tumbado a Real Madrid y Valencia, lo que le daba un plus de moral. Y lo hizo valer en el inicio del partido con varias oportunidades que acabaron en nada. Pero pronto subió la fiebre blanquilla y en el 18 Carlos Lapetra anotaba su irrepetible gol de parábola previa caricia con la madera. Sólo era el principio porque poco después, Marcelino, el héroe nacional unos días antes antes sobre el mismo césped ante la URSS, hacía el segundo gol de tiro cruzado.
La segunda parte resultó más complicada. El Real Zaragoza se replegó y los colchoneros recortaron distancias e incluso pudieron empatar en algún lance aislado que resolvieron las manoplas de Enrique Yarza. El Real Zaragoza resistió. La Copa era aragonesa y la alegría se desbordó, ahora sí, tanto en el césped de Concha Espina como en todo Aragón. Yarza alzó el trofeo al cielo de la capital y él, a su vez, fue alzado por los numerosos aficionados que saltaron al verde. El más reclamado fue Marcelino. Tras el gol a Yasin en la Eurocopa se había convertido en todo un ídolo nacional y ni siquiera pudo posar en la foto de campeones tras ser zarandeado, abrazado y besado por la hinchada de ambas escuadras. 
El trabajo de Don Luis Belló había concluido en lo más alto. El técnico ya era una leyenda viva del club y fue portado en hombros por Yarza. Se descorchó champán y lo que no es champán en el palco, en el vestuario y en la propia Copa de la que todos bebieron. La euforia del grupo provocó que aquella noche fuese casi interminable.
Parecido ocurrió un día después. Cuentan los periódicos que desde Alcolea del Pinar una fila interminable de vehículos acompañó el autobús del campeón por la Nacional II. La expedición paró a comer en Arcos de Jalón en el viejo restaurante Oasis donde el cava volvió a servirse y a beberse sin medida y todo merecimiento. Al pasar Calatayud, la localidad cerró sus comercios y preparó cohetes y tracas. El vehículo se detuvo y el pueblo bilbilitano sacó a la fuerza a Luis Belló para auparlo a hombros y lucirlo por las calles. 
Pero la locura más absoluta se desató en Zaragoza. Al llegar a La Muela el equipo fue rodeado por banderas blanquillas y, poco después, la guardia de honor del Ayuntamiento, montada a caballo, escoltó al bus. Los futbolistas, en lugar de saludar por la ventana, tiraron por la calle de en medio y, junto a Belló, subieron al techo del autobús para escuchar el griterío y la banda municipal. 
Los recibió el capellán del club en el camerín de la Virgen del Pilar, el Ayuntamiento con el alcalde José Paricio al frente y miles de aficionados de una ciudad donde el regusto triunfador duró semanas. 
Luis Belló se retiró a un segundo plano. Su maravillosa obra estaba culminada. “Belló, aunque no haya nacido en Aragón tiene tenacidad, amor propio y confianza en sí mismo y sus muchachos”. Ya era otro de los nuestros.
No estuvo en la final Manuel Torres “El Torico español”, un turolense campeón de Europa con el Real Madrid. Pero eso ya es otra historia.

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