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El holandés errante
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El holandés errante

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Carlos Puértolas

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El Milán de Arrigo Sacchi fue el primer gran dictador sufrido por la Puerta 14. El primer emperador que gobernó el fútbol europeo a su antojo sin más ley que la de su juego apoteósico e inmenso. Le metió cinco al Real Madrid de la Quinta y eso eran palabras mayores para quienes sólo habíamos visto ganar en blanco y más blanco. Lo mejor de lo nuestro lo vapuleaba y vilipendiaba unos muchachos vestidos de rossonero, con pizarra italiana, corazón y colmillo holandés y juego vertical. Nosotros teníamos una pizca de responsabilidad en aquella tiranía sin límite que había arrasado Madrid y media Europa; aquí cuidamos, mimamos y reparamos a su motor hasta dejarlo a punto para dominar cualquier mediocampo del mundo: Don Frank Rijkaard.

 
El otoño y el invierno de 1988 fueron fríos y lluviosos. El Real Zaragoza dibujaba una temporada mediocre tras haber fijado la Copa de la UEFA como objetivo prioritario. El entrenador Manolo Villanova, duro y rudo en sus palabras pero nobilísimo en el trato, lo tenía claro: “He hablado con los jugadores porque ni tienen fe ni luchan. Con este nivel no se puede llegar a nada”. Y llevaba razón. Rubén Sosa, Señor, Pardeza o Pineda acumulaban en sus botas más talla que el paupérrimo decimotercer puesto de aquel enero. El vestuario olía a podrido tras un enfrentamiento público entre Casuco y Fraile, además de una ley del silencio que los pesos pesados de plantilla impusieron sobre la prensa. Además, las arcas sonaban a hueco. Había dinero para casi nada. La taquilla prevista para cuadrar las cuentas debía sobrepasar los seis millones de pesetas por partido y la realidad no superaba del millón cuatrocientas mil.
Con ese cuadro delante, las críticas fueron voraces. El Alcalde de Zaragoza, Antonio González Triviño, declaró tras un esperpéntico empate “me van a jubilar. A este paso voy a perder la afición por el fútbol”. Mientras que el presidente de la Federación Aragonesa, Pedro Sancho, adjetivaba como “horrorosa” la temporada. Nada ayudaba.  El presidente Miguel Beltrán, empresario utebero del ramo de la calderería, tomó medidas inmediatas ante los pitos de su afición. Reestructuró un proyecto enfermo y colocó al Magnífico Paco Santamaría como nombre plenipotenciario para salvar al equipo del desastre. Y se puso a trabajar.
Santamaría tiró de un as como carta de presentación de su nuevo proyecto. Un as excelente pero respondón y polémico, al que las circunstancias colocaron a tiro blanquillo. Frank Rijkaard se había convertido en el Enfant Terrible del fútbol europeo con su bigotito, pelo moreno rizado, piel café con leche, verbo ligero, nicotina en el pulmón y un increíble potencial en sus piernas. No había salido del Ajax de Amsterdam del flaco Cruyff por la puerta grande, ni de lejos. La relación con el entrenador se había podrido lentamente hasta no soportarse el hedor entre uno y otro. Cuando dos tipos con carácter brusco y fumadores empedernidos chocan, lo menos que puede pasar es que, al menos uno, pida salir. El sacrificado fue Frank. Johan era demasiado Johan para que un pelotero casi recién nacido le echase de su propia cuna. Eso sí, el finiquito de Holanda no resultó tan fácil de conseguir como un simple adiós, la firma y un pasaporte en regla.
Frank tuvo que recurrir al millonario portugués Jorge Gonçalves, nuevo dueño del Sporting de Lisboa, quien decidió ficharle con su fortuna personal. Lo calificaban como el Jesús Gil luso y, utilizó la misma fórmula que el capo colchonero al contratar a Paolo Futre, los derechos de Rijkaard pertenecían a su propiedad y él lo cedía a su propio club. Un caprichito insípido en su cuenta pero extremadamente sabroso para los bunfanderos lusos y una hipotética futura venta. Gonçalves pagó 400 millones al Ajax, a tocateja. Pero algo no salió bien; el transfer no llegó a tiempo y la posterior sentencia del Comité de disciplina de la Federación portuguesa de fútbol dictaminó que el jugador no podría disputar ni un solo minuto de esa temporada en la Liga portuguesa. Frank no estaba dispuesto a no jugar otros seis meses ni Gonçalves a tenerlo parado, así que lo sacó al mercado. Europa se lanzó a por la presa libre y Santamaría y Beltrán fueron los más rápidos, por delante del PSV y del Tottenham.
El club maniobró a una velocidad eléctrica, tanto en las conversaciones como en la redacción del contrato. Todo ocurrió en Madrid. Santamaría y después Beltrán se desplazaron hasta la capital para negociar a tres bandas con holandeses y portugueses, y firmar al futbolista pasadas las dos de la mañana de una oscura noche de febrero. El verso aragonés, el recuerdo que guardaba el futbolista de la semifinal de la Recopa unos meses antes con el Ajax, además de diecisiete millones y medio de pesetas, una casa en Zaragoza, un coche y tres pasajes de avión desde Holanda para toda la familia hicieron el resto.
El 28 de febrero de 1988 un bigardo espigado de 1.88 de altura, 87 kilos y un potencial espectacular pisaba por primera vez el estadio en calidad de cedido. “Teóricamente es el jugador más importante que jamás haya recalado a orillas del Ebro. Con Rijkaard el espectáculo está asegurado”, decían en Heraldo de Aragón. Seguro de sí mismo había viajado hasta aquí para dar el todo: “Conmigo el Zaragoza irá a más, vengo a hacer todo lo que pueda por este club al que queremos clasificar para la Copa de la UEFA”. El Presidente Beltrán dejó claro que la semifinal con el Ajax había sido definitiva “tenía ofertas de otros clubes españoles y ha querido venir aquí porque ya conocía al equipo, la ciudad y la afición cuando la eliminatoria de la Recopa (…) y le gustaron”.
Le costó debutar. Las pruebas en el reconocimiento resultaron más que positivas pero horas antes del partido contra Las Palmas, Rijkaard se quejó de una impertinente lesión muscular en la pierna derecha que nadie había querido ver. La traía de Lisboa. Manolo Villanova revisaba los objetivos del equipo “Hemos tocado fondo. Hay que olvidarse de la UEFA”. La afición se impacientó y el presidente respondía: “Hay que echarle más narices”. El mal momento unido a los dolores de Rijkaard transformó la ilusión de la Puerta 14 en un profundo desánimo. Su fichaje parecía un timo, una jugarreta del futbolista, su representante o el mismo club como cortina de humo a la mediocridad. El mandatario Beltrán echó un capote a todos, “la contratación de Rijkaard se hizo asumiendo los posibles riesgos por lesión u otras ausencias”.
Frank afrontaba las dificultades de la misma manera que los éxitos, con un tono de voz apagado, elegante y triste, un rictus gris y un profundo amor por su hija Lindsey. En sus ratos libre en el Hotel Romareda y, después en su casa zaragozana, Franki, como le apodaban, compraba discos de REM, escuchaba a The Smiths y The Cure y veía alguna película de su actor favorito Jack Nicholson. Todo como válvula de escape para reequilibrar su carácter ante cualquier emoción. Con esas premisas pesimistas, tres semanas más entre algodones, un partidillo de entrenamiento en el que, según cuentan los periódicos, marcó un gol acompañado de un “fútbol de seda” el centrocampista tulipán debutaba en el viejo Luis Casanova de Valencia en plenas Fallas. El Real Zaragoza prendió la mascletá, la traca y la cremá, y ganó por 1-3.
Rijkaard fue el mejor. Se vistió de tomate y jugó a otra velocidad tras seis meses parado. Lo dicen las hemerotecas y el amplio resumen del partido narrado por José Antonio Ciria para TVE. No sabía ni una palabra de español pero lo suplió con buen juego: “en el fútbol no hay tantos idiomas”. Lo demostraron Rijkaard y Villarroya en una jugada de tiralíneas que suponía el primer gol. Y después Vizcaíno y el holandés con un disparo al alimón para batir al mítico Sempere. “Un hombre de la clase de Rijkaard sólo aporta cosas positivas”. Frente a los focos Señor hizo las veces de traductor de Frank: “Necesito una adaptación al juego español y al Zaragoza”, dijo antes de abrir la cajetilla de tabaco, encender el mechero y aspirar.
La euforia se desató en Zaragoza. En esta tierra repleta de toboganes, giros y regiros tocaba beber buen vino. “Jugando como el domingo podemos ganar a casi todo el mundo”. La venta de entradas de aquella semana se aceleró. Visitaba La Romareda el Athletic de Bilbao y en las cafeterías, en las barras y los corrillos se hablaba de victoria segura, del despertar de una plantilla al ritmo del “morenito holandés”, como le llamaba El Mundo Deportivo, además de un hipotético pasaporte a Europa. Los aficionados se agolparon el jueves para ver el partidillo de entrenamiento “constituyen un nuevo atractivo para los muchos desocupados que se acercan al Estadio de La Romareda para verle en acción”. Los entrenamientos se habían convertido en toda una acontecimiento para cualquier opinador de postín. “Desde Surjak, Antic o García Castany no hemos visto en La Romareda hacer un pase bien a treinta metros, oportunidad que los catadores de fútbol de calidad esperamos con ansias. Si además de ganar el holandés deja alguna de las gotas de buen perfume que sabemos que tiene, a nadie le parecerá caro el alquiler que se paga por él”.
Pero tal y como el globo fue hinchado, se desinfló. Contra el Athletic, el Real Zaragoza volvió al vino en tetra brik. Nunca más aparecería en el once de la semana ni mucho menos en aquel partido al que tildaron como “la nada con sifón”. Rijkaard mostró alguna de sus cualidades pero lejos, muy lejos del debut en el Turia y más de su fútbol total en el Ajax cruyffista.
Villanova, harto y hastiado de remar, jamás dijo toda la verdad pero sí insinuó que su relación con la plantilla estaba agotada. Aquella temporada de 1988 acabó con su sustituto para el siguiente septiembre, Radomir Antic, en la grada de La Romareda, y un Manolo que se mordió la lengua para no marcar con sus dientes a alguno de sus jugadores el resto de su carrera.
Rijkaard se contagió de aquel ambiente enrarecido y distante y se despegó del club, de la afición y del equipo. Empezó a conversar y negociar su futuro más inmediato con otros clubes fuera también del Sporting de Lisboa. Su fabulosa zancada del primer día se transformó en un trote funcionarial por la Ciudad Deportiva y La Romareda, con un oído aquí y otro en los cantos de sirena de media Europa. El teléfono propició la paz con Cruyff. El flaco peloteó al futbolista para tender un puente entre Lisboa y el primer proyecto de Johan en Barcelona. “Le exigía más que al resto porque Rijkaard era el mejor”. Frankie recogió el guante “Iré al Barça o al Calcio”. Y no mintió. Su futuro estaba en Milán a cambio de mil millones para el bueno de Gonçalves.
De Zaragoza conoció los estancos, las pistas de tenis, de squash y poco más. Los medios de comunicación perdieron la paciencia. Una derrota contra el débil Sabadell resultó definitiva: “El peor partido del moluqueño. Ni se adapta al equipo, ni arriesga lo más mínimo. Acabó completamente desubicado”. La afición sacó sus moqueros blancos al grito de ¡fuera, fuera! y mostró su profundo desencanto con un ídolo de noventa minutos y nada más. Rijkaard contestó con la misma parsimonia de siempre “Es lo que tiene el fútbol, unos días salen bien y otros mal”. Villanova lo probó en todas las posiciones, hasta de delantero centro en un partido para olvidar en el Vicente Calderón. “400 millones de futbolista han olvidado de qué va este deporte”. No lo había olvidado, simplemente una Eurocopa y un contrato tremendo le esperaban a partir de junio. Aquí no arriesgó nada y se marchó sin más premio que la permanencia en Primera a un puñado de jornadas del final.
Arriesgó con Holanda y ganó la Eurocopa. Lo hizo en Milán y conquistó la Copa de Europa. En 2014 Frankie anunció que había dejado de fumar.
Desconozco si fumaba Ivyca Surjak. Un tipo que en los años 90 se marchó a la guerra. Pero eso ya es otra historia

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