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De profesión, futbolista
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Carlos Puértolas
Javier Planas.
Javier Planas.

Madrugar todos los días de tu vida para trabajar en lo que te gusta, en ocasiones, es muy duro. Madrugar todos los días de tu vida para trabajar en lo que no te gusta es terrible. Javier Planas lo sabe bien. Este diestro de talento innato perteneció más al segundo grupo que al primero. Había llegado al fútbol de rebote, casi sin querer, y se retiró a causa de una gravísima lesión de rodilla. No lloró. Tampoco convirtió aquel episodio en un drama vital; quizá sintió un alivio. El pelotero, de cualidades infinitas, se marchaba tumbado en una camilla y convencido de que simplemente aquello suponía el comienzo de una nueva vida.
 


A Planas sólo le queda un puñado de recuerdos del fútbol, todos buenos. “Porque lo malo hay que olvidarlo rápido”. No echa de menos el balón ni mucho menos el confeti y las luces ámbar que brillan a su alrededor. Sólo supuso un modus vivendi, una manera de ganarse la vida como la que podía haber encontrado en una oficina o en las estaciones de servicio que gestionó tiempo después. La pelota actuaba como complemento laboral a las arcas de un muchacho con pasiones diferentes. Javier es feliz fuera. Le alabo porque encontrar un personaje así en un mundo tan ególatra como el del pelotón resulta casi imposible.
 
La llegada de Javier Planas al mundo del fútbol obedece a lo casual, a lo casi rocambolesco tras una conversación de pocas palabras entre su hermano y un gigantón. El pequeño de la familia acompañó a Miguel desde su Almudévar natal a Zaragoza, donde el equipo juvenil del club blanquillo tenía programada un entrenamiento ordinario. Javier, discreto y tímido no quiso molestar y se colocó en una banda como espectador de las andanzas de su pariente. De repente vio como su hermano se acercaba decidido al oído del técnico. Hablaron, apenas unos segundos, los suficientes para cambiar definitivamente la vida del pollito quinceañero: “Nos falta uno, cámbiate chaval y ponte a jugar”. Se lo había dicho Andrés Lerín, el mítico Alifante, con su voz profunda y su altura de jirafa. Planas no quería jugar, no tenía la más mínima intención de sudar ni una gota pero no tuvo bemoles de negarse ante el imponente Lerín. “¡Qué remedio!” Se cambió y saltó al verde. No se marchó. Acababa de nacer Planas II.
 
Lerín olía el fútbol como casi nadie. Su experiencia, el hambre real que había pasado en su juventud, las manoplas llenas de pólvora y la supervivencia le habían aportado una nariz única para detectar talento. Le bastaron quince minutos para intuir a un muchacho diferente, capaz de convertirse en un fuera de serie. No sé equivocó, y eso que el pequeño de los Planas jamás había jugado al fútbol en ningún equipo; apenas acumulaba en sus pies un puñado de pachangas con la cuadrilla en las calles de su Almudévar natal. Al finalizar el entrenamiento Andrés Lerín, con tono profundo, le invitó a bajar cada jueves a Zaragoza a entrenar con los juveniles. Tampoco se negó.
 Javier destacó en una hornada tremenda. Aquel grupo de chavales salpicaron la selección nacional juvenil. Los Bustillo, Planas, Chirri o Royo tenían talento, hambre, instinto y ganas de trabajar. Según cuenta, el ochenta por ciento de aquel filial dio el salto a Primera División.
 Pero el debut con el primer equipo no fue tan sencillo. Planas purgó y pulió su fútbol, cedido en el Langreo del madridista Laureano Rubial y a las órdenes de Luis Cid Carriega “un inepto”. Seis meses de realidad en un lugarl complicado donde la fuerza se imponía a la calidad y el barro al tapete. Por fin, el 20 de octubre de 1968, en el Camp Nou y ante todo un Barça, Planas II debutaba junto a los últimos rescoldos de los legendarios magníficos. Tres días después se lesionaba País y Planas II volvía a entrar en los planes del César Rodríguez, esta vez en Copa de Ferias ante el Aberdeen. Este excelente driblador de sólo 19 años compartió minutos con Yarza, Santos, Reija, Villa y Lapetra. “Ellos jugaban y yo miraba”, dice sonriendo. “Lapetra hacía lo que le daba la gana, él era el mejor futbolista de aquel grupo de malabaristas”. Lo que sobraban eran los entrenadores: “No valían para nada. Nulos, porque el fútbol es de los futbolistas. Carriega no tenía ni idea de fútbol, pero ni idea. Un tipo retorcido”. El único técnico al que valora fue Ferdinand Daucik, “simplemente porque había sido futbolista pero tampoco ganó ni un solo partido”. Aquella temporada no la acabó. Una brutal entrada del canario Guedes le rompió en dos y permaneció meses lejos del verde dejando al equipo huérfano de los nuevos sonidos que aportaba el muchacho.
 
Vivió cómo el equipo descendía a los infiernos en 1971 y ascendía a los cielos un año después. Fue uno de los culpables de la reinvención de un Real Zaragoza que adelgazó sus excesos magníficos y, fornido, comenzó la época más brillante de fútbol y juego sin trofeo que lo reconociese: los Zaraguayos.
 
 Tocaba reinventarse. Del “Tiqui-Taca” de los cinco muchachos al fútbol vertical de los chicos del otro lado del charco.
 
Se puso de moda el marcaje al hombre y los Zaraguayos lo superaron como casi nadie. Nino Arrúa lideró un momento irrepetible pero con un dogma diferente al de Carlos Lapetra. Corazón y calidad, además de manejar las dos piernas al espacio. Sin miedo y apoyado por el propio Planas y García Castany en la media, fabricaron un fútbol excelso. Javier, tranquilo y madura, niega la fama de golfo que persiguió a Arrúa: “Si hubiera salido todo lo que dicen, no habría rendido igual. Los muchachos de veintitrés años son como son pero ni mucho menos parecido a lo que por ahí se decía de ellos”.
 
La realidad es que Arrúa gobernó el vestuario junto a Violeta y al propio Planas II. Lideraron una huelga en 1974 para mejorar sus contratos ante la racanería de los despachos de Requeté aragonés. No se dejaron amilanar por casi nadie. En la disputa entre un recién llegado Jordao y el capo Arrúa, que acabó con el paraguayo apartado del equipo, Javier tiene claro quién llevaba la razón: “Jordao se escondía en el lateral fuera de casa. Era un divo que sólo sabía hacer fotografías y jamás correr con el resto del equipo”.
 Pero ni el Langreo, ni el Real Zaragoza marcaron su vida tanto como el día que debutó con la selección española, el de 20 de noviembre de 1974. Fue en Glasgow sobre un césped helado, con el 10 a la espalda y victoria de los nuestros por 1-2. Planas no guarda recuerdos ni fotos de aquello. “Ya pasó” repite. Recuerda con añoranza el fútbol juvenil, cuando no había dinero ni intereses de por medio. El fútbol profesional es un negocio en el que las cifras bailan al son de la verborrea de voces ajenas al verde.
 
Su final fue prematuro. Con sólo 26 años y en pleno apogeo de su carrera, Planas se lesionó durante un amistoso de pretemporada ante Osasuna, un partido que quizá no debería haber dispitado. Hizo un mal gesto con la rodilla izquierda y cuando apoyó la derecha todo se rompió. Dice que notó el chasquido y como la articulación se rompía en mil pedazos. Salió en camilla e inmediatamente fue operado para reconstruir un puzle sin piezas. Nada encajaba con nada. El cartílago se desprendió y a pesar de los arrestos del futbolista más por responsabilidad que por amor a la bola acabó colgando las botas con sólo 28 años. Entonces sintió una liberación.
 
Ahora no asiste a La Romareda para ver al primer equipo. “¿Para qué?, dice. Eso sí, de su cabeza nació el partido benéfico de ASPANOA. Cada noviembre, veteranos del Real Zaragoza y de un invitado se vuelven a calzar las botas para jugar en el verde que les dio la gloria y recaudar dinero para los niños que sufren la pandemia del cáncer.
 
Amante del fútbol fue Duca. Un brasileño que amó Zaragoza. Pero eso ya es otra historia.

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