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El Potro alagonero

El Potro alagonero

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Carlos Puértolas

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El primer partido de fútbol al que asistí en mi vida fue en Boquiñeni, sobre la tierra de unos de los fondos del municipal Alto Don Diego. Me senté detrás de un alambre oxidado que hacía las veces de valla, junto a un puñado de pollitos más y, desde allí, vi como el Torres de Berrellén goleaba sin piedad a la escuadra local, más centrada en las fiestas del Santo Cristo de la Capilla que en el duelo de Primera Regional. Tenía apenas cuatro añitos, lo suficiente para que me llamase la atención el botellín de cerveza que el portero boquiñenero colocaba cuidadosamente sobre la sombra proyectada por uno de los postes. De vez en cuando, el guardavallas se hidrataba sin disimulo ante el calor infernal que imagino padecía bajo sus guantes.


 Tras ver aquella astracanada creí que nadie de la zona llegaría más lejos de aquella soporífera Regional en la que el Boquiñeni rema desde que tengo uso de razón. Nadie. Me equivoqué. Un muchacho de la Ribera Alta, corajudo y menudo estaba a punto de triunfar en un Real Zaragoza con carné europeo. “El Potro alagonero”, como un día le llamo Valeriano Jarné, se convirtió en baza fundamental de Radomir Antic para competir por la Copa de la UEFA.
 Paco Salillas fue un labrador del fútbol. Un tipo duro, rudo y listo, con los pies curtidos en campos de tierra, noble, bromista, la velocidad del cierzo en sus piernas y memoria de elefante para no olvidar de dónde venía y hacia donde debía ir.
Salillas, como Santillana y como tantos otros, debe el apodo futbolero a sus orígenes. Procede de Salillas de Jalón desde donde Francisco Javier García Ruiz emigró, junto a su familia, a la localidad de Alagón. Allí le dio las primeras patadas a la pelota. El de Salillas destacó sobremanera sobre el resto. Junto a tres muchachos con buen toque y muela recia llamó la atención del Calasancio zaragozano. Él era diferente al resto: con el pie, con la cabeza, con el culo o con la espinilla, con lo que fuera, marcaba goles. Muchos. Más. Y más.
 Con dieciocho años se marchó a la mili voluntario y el Illueca aprovechó aquel tiempo para tentarle. Le pagó 15.000 cochinas pesetas al mes por meter más de treinta tantos. En los mentideros del fútbol regional se empezó a hablar de este muchacho pillo, capaz de jugar y aportar goles con un don innato.
 Uno de los mejores clubes de todos entonces, el Binéfar, tentó a Salillas para su flamante proyecto en una Segunda B diferente a la de 2017, con la mitad de grupos y el doble de potencial. Salillas picó, firmó y se equivocó; la oportunidad le había llegado demasiado pronto. Entrenó con el grupo sin llegar a debutar. Desesperado, a los tres meses, hizo las maletas y se marchó al Campo Pinilla, a Tercera División para seguir cociendo su talento a base de goles y ganarse una renovación generosa en el Club Deportivo Teruel. Fue feliz junto a un puñado de buenos futbolistas siempre en la zona alta, siempre marcando y mandando, al volante, dentro y fuera del verde.
 El Teruel sumó un plus a su generoso sueldo. Con la furgoneta recién comprada para hipotéticas obligaciones laborales, Salillas hacía las veces de chófer de otros ocho compañeros con los que bajaba a entrenar a Pinilla. 400.000 pesetas mensuales entre fútbol, furgoneta y chapuzas que le permitieron una vida acomodada. Pero una llamada cambió su vida. Manolo Villanova le tentó con el Deportivo Aragón; como argumento, su verbo sabio, 75.000 pesetas al mes y la palabra de Salillas padre “Si quieres triunfar en el fútbol, debes jugar en el Real Zaragoza, aunque pierdas dinero”. Allí se unió a un filial histórico, el de la Triple V (Vizcaíano, Villlarroya y Vitaller) y Sigi en el banquillo, donde siguió impulsivo y descosido en el área.
 Lo vio Radomir Antic, quien prontó tiró del canterano para reforzar el ataque del primer equipo en entrenamientos y luego en La Romareda. El alagonero cumplía su sueño sobre un verde histórico, el del viejo Atocha de San Sebastián, la misma ciudad en la que había jugado siete días antes con el Deportivo Aragón. Aquel 25 de septiembre, el Real Zaragoza perdía por dos a uno descubriendo un delantero con coraje y posibilidades. Le costó dos meses asentarse en la elite. En enero dio el salto definitivo a Primera, como suplente al principio y, después, como titular indiscutible junto al Torito Crespín. Salillas anotó dos goles sellando una histórica clasificación para jugar en Europa.
 Fue la primera aventura en Copa de la UEFA que vivió la Puerta 14 con un final épico y trágico a partes iguales. El Real Zaragoza acababa con sólo ocho futbolistas en el campo del Hamburgo, además de la cabeza ensangrentada de Fraile. En la prórroga sólo faltó acierto para tumbar a uno de los clubes más potentes de la Bundesliga y a un árbitro parcial. La parroquia aragonesa lo reconoció y numerosos aficionados acudieron al aeropuerto para reconocer su hombría y testiculina en la lejana Alemania.
 Salillas se batió ante zagueros duros, en ocasiones sucios. Aquel fútbol sin cámaras lo gobernaban Martagón, Diego, el colchonero Tomás, Górriz o Gajate, auténticos tipejos con punta de acero, incapaces de entender el fútbol sin una navaja en el calzoncillo. Sobrevivió e incluso las devolvió. Un resumen en el viejo Estudio Estadio le condenó a dos partidos de sanción tras emitir cómo le propinaba un puñetazo tremendo al propio Tomás Reñones. La pillería había quedado indemne en el verde, pero el Comité actuó tras recibir las imágenes.
 Compartió delantera con Higuera, Poyet, Crespín, Sirakov o Bodijar Iskrenov, de quien recuerda como se ocultaba tras el seto para no correr y, minutos después y según contó a El Periódico de Aragón, dilapidar su salario en las máquinas tragaperras de Zaragoza. Con Mateut tuvo una relación curiosa, Salillas fue su cicerone en el primer desplazamiento con el grupo.
Canterano y Bota de oro debían compartir habitación en Tenerife, pero no fue así, al menos, toda la noche. El bueno de Dorin, tras ganar por 0-2 en el Heliodoro, se bebió dos botellas del mejor champán y lo celebró por todo lo alto solo, en el bar del hotel. Eso sí, su compañero habitual fue Cedrún, a quien le hizo las mil y una. Sólo la bondad de Andoni era capaz de perdonar la guasa de un alagonero rebelde.
 Un año después y con la llegada de Ildo Maneiro y después de Víctor Fernández, su papel protagonista menguó y apenas participó en una decena de partidos. Tras la promoción contra el Murcia, Víctor le dio el empujón final fuera del Real Zaragoza.
 Hizo el petate, como tantas millones de veces en su vida, sin mirar atrás. Primero a Vigo, al Celta, con el que jugó la final de la Copa ante el Real Zaragoza en el año 94, y después a Villarreal donde también dejó huella: la primera peña de la historia del Submarino amarillo se llama “Paco Salillas”. Finalmente fichó por el Levante, el equipo donde mejor rindió en su vida anotando 52 goles en tres temporadas. Hoy divide su corazón entre blanquillo y granota. Lleida, Figueruelas, donde volvió a ascender, e incluso Remolinos disfrutaron de su fútbol, hasta que se cansó y se marchó a Alagón, a su finca, con sus caballos y una industria de cubitos de hielo que le permite madrugar poco, vivir bien, disfrutar de la Ribera Alta y demostrar que en esa tierra, además de porteros cerveceros también hay buenos futbolistas.
 No era de la ribera un pulpo goleador, Joaquín Murillo. Pero eso ya es otra historia.

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