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El Principito
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El Principito

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Carlos Puértolas

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Hubo una tarde de verano en aquel 87 en la que, una vez más, estuve lento. Demasiado lento. Sobre una pista de futbito preparamos una liguilla entre un puñado de machotes de cinco y seis añitos, pero imbuidos en los nombres de jugadores de Primera división. Cada uno elegimos un delantero y un portero. Un tipo veloz escogió a Buyo y Hugo Sánchez. Otro no tanto a Zubizarreta y Lineker. Un loco se arrojó a los pies de Futre y los guantes de Abel. Y otro tarado nombró a un tal Bossio, ché. Yo me quedé atrás. No supe qué decir. Mi voz estaba congelada, casi muda. Ridícula. Una vez más. Sólo el sabio consejo de quien se sabe vencedor deshizo ese pánico escénico y grotesco ante el resto de robustos boquiñeneros: me dijo, por lo bajini, que me vistiese de Poli Rincón y del argentino Pumpido. Lo grité como pude sabiendo que había perdido pero que, con esos nombres de relumbrón, la derrota era más honrosa. 

Sí, el lote más codiciado se lo había quedado mi consejero ocasional: Andoni Cedrún y el poeta Rubén Sosa. La Puerta 14 idolatró a Rubén Sosa como a pocos. Como a casi ninguno. Fue el primer zurdo eléctrico capaz de meter goles para dar títulos delante de nuestras minúsculas narices. La izquierda, la mejor izquierda vista en nuestras vidas y un rebote mágico en Pichi Alonso nos proclamó campeones y cortó de raíz el colmillo de un Lobo metido a filósofo y el pelazo de un rubio bigotudo. Pero Rubén Sosa fue mucho más que el gol de "La Tercera" en el Vicente Calderón.
 Llegó, como todos los buenos, del brazo de Avelino Chaves. El gallego de Verín se había marchado de caza a Sudamérica, en busca de piezas jóvenes que sustituyeran a Jorge Valdano, Surjak y Barbas. Lo encontró en el Danubio uruguayo. Un muchacho de apenas dieciocho años que había debutado en Primera con quince, casi imberbe, y tres años después ya había vestido la internacional charrúa. Era la gran promesa de un fútbol, como él dijo a El Periódico de Aragón, de calle, de plaza y de técnica. Nada físico. Repleto de picardías y diabluras pero con la debilidad muscular de un adolescente.
 La madurez sólo era cuestión de entrenamiento. Lo sabía él y lo sabía Avelino, quien junto a Luis Costa, apostaron a muerte por el uruguayo. El Principito, porque príncipe en Uruguay sólo hay uno y se llama Enzo y apellida Francescoli, trabajó como nadie para aprovechar la oportunidad de su vida, tutelado por Chaves quien actuó como su padre y su madre a la vez. Cuenta que una conversación con su progenitor putativo era como leer un libro o asistir a una clase magistral. Único.
 El músculo fue su primer gran déficit en la Liga española. Parecía un enclenque pillo y débil contra un puñado de gigantes. Espinacas, frutas de Aragón, ternasco o el método Costa sirvieron como medicina. Luis supo esperar hasta tres meses sin goles en el zurrón. Doce jornadas tardó en anotar su primer tanto vestido de blanquillo. Fue en El Sardinero de Santander, el gol 1.000 del Real Zaragoza en Primera.
 Pero su explosión absoluta fue en unas semifinales de Copa del Rey. En frente la zaga del Real Madrid de la Quinta. Alrededor una Romareda inflamada. Los merengues fueron zarandeados como un trapo por el menudo Sosa. Anotó dos goles y subió a la valla del Fondo Norte a gritar junto al primer caldito de ultras que se hacían llamar Ligallo. Era un loco, un hincha desaforado que, simplemente, había comprado su localidad al otro lado de la valla.
 Pero cuando salía el muchacho se tranquilazaba. Mataba su tiempo jugando a los primeros videojuegos Arcade, al pinball, al billar y al futbolín. Nada diferente a lo que podía hacer cualquier pollito con la mayoría de edad recién cumplida.
 Su gran día llegó el 26 de abril de 1986. La finalísima de Copa demasiados años después ante el Barça de Terry Venables. Rubén siguió por televisión absolutamente todo desde primera hora de la mañana y se excitó. Vio las bufandas, los bocadillos y las banderas en los trenes; los cachirulos, los cánticos y las camisetas, todos rumbo al Estadio Vicente Calderón, a tumbar a Goliat. “No podíamos defraudar a esa gente”. Y no lo hizo. En el minuto 35 del primer tiempo un disparo seco y duro rebotó en un amigo y acabó en la red. Éramos campeones por tercera vez.
 Lo vivido horas después desde el balcón del Ayuntamiento no lo olvida. Una marea de zaragocismo blanco y azul aclamó a su hermano Pedro Herrera, a Señor, a Cedrún, a Paco Pineda, a Pardeza y, sobre todo, a Sosa. La Puerta 14 rindió pleitesía a su primer gran héroe, pequeñito, menudo, veloz y certero.
 Un año después se paseó por Europa pero no tanto en la Liga. Para la historia la eliminatoria frente a la Roma de Carlo Ancelotti y su gol, bajo la lluvia más feroz, contra el Ajax de Amsterdam en duelo desequilibrado por aquel esmirriado llamado Van Basten y el pelón oscuro Gullit.
 Anotó treinta goles en su trayectoria, dieciocho en la última temporada para salvar aquel proyecto de males mayores a las órdenes de Manolo Villanova. En aquel convulso 88 llamó la atención de un Calcio pujante. La Lazio maduró su fichaje a base de liras mientras que en las oficinas de Cinco de Marzo no estaban dispuestos a pagarle los 50 kilos que exigía por temporada para renovar. Los celestes abonaron 192 millones de pesetas por el Principito. No compraban un enclenque sino un hombre, un tipo duro con una zurda de oro, un hambre voraz y zaragocista por todos los poros. Lo mismo que el Inter después, el Borussia, el Nacional de Montevideo e incluso el Logroñés.
 Para siempre Pilar, su hija, nacida en Zaragoza y llamada así en honor a la Virgen del Pilar y el chalé de Las Lomas de Gállego donde tejió una fuerte amistad con las familias de la urbanización y con las que convivió durante tres largos años. Vuelve de vez en cuando para ver a su Romareda y recordar el lugar donde se hizo hombre.
 A Zaragoza nunca debió volver una buena persona: Fernando Molinos. Pero eso ya es otra historia.

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