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Así vivió Sandro desde dentro aquel ascenso ante el Albacete
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Así vivió Sandro desde dentro aquel ascenso ante el Albacete

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ElDesmarque
Sandro, ante Gabri, Marc Bernaus y Xavi, en un partido de aquel año ante el Barça B.
Sandro, ante Gabri, Marc Bernaus y Xavi, en un partido de aquel año ante el Barça B.

Se cumplen 20 años del penúltimo ascenso a Primera División del Málaga CF en un partido ante el Albacete, próximo rival de los blanquiazules. Uno de los héroes de aquel ascenso fue Carlos Alejando Sierra Fumero 'Sandro', que años después lanzaría sus memorias a través del libro autobiográfico 'Mi último pase', escrito por los periodistas Daniel Marín y José Luis Malo. En el capítulo 11 de su obra dedica un epígrafe especial al partido de en cuestión.

Lo reproducimos íntegramente:

BRAVO POR EL ASCENSO

"- ¡Hay gol en Sevilla, Santi Ortega!

- ¡Efectivamente Pepe Domingo, jarro de agua fría en el Sánchez Pizjuán. Acaba de empatar el Lleida! Cuando sólo faltan cinco minutos para el final del partido, Sevilla dos, Lleida dos.

Pegué un bote sobre la cama de la habitación 514 del Hotel Guadalmar. Cogí tal impulso que, por un instante, estuve más cerca del techo que del suelo. Nunca había experimentado un subidón igual tras el tanto de un equipo que no fuese el mío. Lo mismo hicieron los compañeros que estaban escuchando por la radio y viendo por la tele aquel encuentro conmigo. El hotel en bloque gritó gol. Málaga entera también. Esa diana ilerdense nos ponía en bandeja subir matemáticamente a falta de cuatro jornadas, y en casa. Once años después del último ascenso del CD Málaga de la mano de Kubala, Juanito y Esteban, la Costa del Sol estaba a punto de recuperar el prestigio de tener a su equipo en Primera.

Dependíamos exclusivamente del Sevilla, que jugaba un día antes que nosotros, para poder festejar la hazaña ganando en nuestra guarida. El tropiezo del Rayo en Huelva también ayudó. Queríamos ascender con nuestra gente. No hay nada mejor, os lo aseguro, más aún con el ambiente que se había levantado durante la semana previa en la ciudad. Pasear por Málaga era tropezarse con la ilusión. Las banderas blanquiazules resplandecían desde cualquier balcón y, de entre todas, sobresalía la inmensa lona blanquiazul que colgaba de uno de los edificios más emblemáticos de la ciudad, el del Diario SUR. Se hicieron banderines especiales para el partido, cartulinas con forma de mano y un dedo índice levantado que rezaban: Yo, de Primera. Todo se ordenaba presto, pero para poder optar a descorchar el champán en aquella mañana dominical nuestro mayor enemigo tenía que pinchar. Y pinchó.

La cena en el hotel fue más bien sosegada. Nadie quería contener la euforia, aunque inconscientemente el freno de mano estaba echado. Tampoco era bueno un exceso de revoluciones. Todo debía fluir según lo previsto. No necesitábamos terapias ni parafernalias extravagantes, sólo pretendíamos afrontar la noche previa como una de tantas, como la noche de la marmota. Por eso, le pedí a Javi Souvirón que me hiciera un masaje de los suyos para relajarme. Era ése uno de mis escasos rituales. Hablando con él y con el calvorota me despedí del sábado. Efectivamente, dormí como una marmota. Cuando me desperté, ya sabía que íbamos a ascender. Lo vi en mis sueños, sin embargo, preferí no comentar nada, no fuera a ser que no se cumpliera.

Peiró no tenía ninguna baja. Jugará el once tipo de la segunda vuelta, aunque me queda una duda, no sé si optar por Sandrito o por Ruano, manifestó públicamente durante la semana. La ecuación se despejó en la charla matinal. Se decantó por mí, seguramente porque jugábamos en casa. Cuando bajé de la habitación para montarme en el autobús ya me sabía titular. El barrio periférico de Guadalmar era sólo un bosquejo de lo que es hoy. Semidesierto entonces, aquel 30 de mayo desayunó hasta los topes. La gente se había agolpado en los aledaños de nuestro hotel para darnos el último aliento en la salida hacia el estadio. Esa temporada se nos había dado bien jugar por la mañana y, particularmente, a mí me fascinaba ese horario más propio de aperitivo y rastro. Estaba acostumbrado a hacerlo en las categorías inferiores del Madrid y en el propio Castilla.

El autocar hizo el último tramo del trayecto sin tocar el asfalto con las cubiertas de sus ruedas. Cuando doblamos la esquina de la Avenida Doctor Marañón, había tanta gente esperándonos que nos llevaron en procesión hasta la Puerta de Autoridades. Nosotros nos contagiamos de la fiesta previa y respondimos a nuestra gente golpeando con vigor los cristales del bus. Estábamos excitados y con mucha hambre. Sabíamos que íbamos a ganar.

El destino quiso que jugásemos el día de San Fernando, patrón de Sevilla. Felicitamos por su santoral a nuestro delegado (Peralta) y a nuestro presidente (Puche) y les prometimos un ascenso de regalo. Peiró no estaba para felicitaciones ni para alardes. No dijo nada especial en la caseta antes de saltar, tampoco iba a descubrir la fórmula de la Coca-Cola. Trabajar igual que siempre, haced exactamente lo mismo, qué os voy a decir yo si os veo la sangre en los ojos. Los gritos del estadio se colaban por las rendijas de nuestros oídos. La motivación nos recorría desde el cerebro al dedo meñique del pie en forma de cántico. Mi cuerpo irradiaba electricidad. Las piernas se me movían solas, sin embargo mi rostro travieso no variaba un ápice al de otros partidos. Cuando me miré al espejo antes de formar filas y salir al campo me guiñé un ojo y sonreí. Era mí día, nuestro día. Lo había soñado. Los gladiadores estaban a punto de enfrentarse a las fieras en el coliseo. Ave imperator, morituri te salutant.

Las bestias, enfundadas en camisetas blancas del Albacete, mordieron primero. Catanha besó el balón antes de empezar y sólo 16 segundos después lo estaba recogiendo Rafa de su celdilla. José Juan Luque aprovechó una cesión demasiado corta de Bravo al portero para colarle la bola de acero bajo sus cachas. Fue un aviso. No habían salido dóciles ni con los colmillos romos. Iban a matar, con bravura. Pero nosotros contábamos con artillería y éramos esclavos adiestrados en el arte de la lucha. Empuñé mi lanza y mi escudo y me decidí a atacar remangándome mis escasos ropajes. Bajaba a las cloacas para recoger la pelota. Sube un poco más, que yo te la doy, me exigía *Roteta. No, dámela aquí, le gritaba yo carente de sangre y huyendo de la clemencia popular. Asumí mi rol con el valor como única armadura, sin temor a una segunda embestida. Como Espartaco.

Me acompañaron mis camaradas. No me iban a dejar solo en el último escalón a la gloria. Todos merecíamos el cielo. También las 40.000 almas fieles que hubieran ofrecido sus cuerpos para pelear con nosotros. Diez minutos duró el miedo. Lo que tardó Edgar en provocar una falta en la frontal que midió nuestro arrojo. Nadie huyó de la zona de influencia para lanzarla, nadie guardó su espada. Yo menos. La tiro yo, asumí sacudiéndome arena dorada de la mejilla. Bravo, capitán, paleño y hermano se giró hacia mí. Levantó su ceja y me dedicó una mirada más propia de una película de Sergio Leone en el desierto de Almería. Ni de coña enano, la tiro yo, que la voy a meter. Me pareció justo, así que me retiré. “Bravich” era de nuestros tiradores más aventajados y mantenía una lanza clavada en el costado por su error en la dentellada inicial de Luque. Prometió venganza haciendo honor a su apellido. Por valiente y por feroz. Tomó carrerilla sabiendo que la metería, le pegó sabiendo que la metería… y la metió. ¡Bravo! Gol. Corrí a por él, a cazarlo. Con coraje. Entre Valcarce y yo lo detuvimos en su celebración y brindamos con gritos hasta quedar afónicos. Sólo llevábamos once minutos de partido y ya había pasado casi de todo. Si moríamos, lo íbamos a hacer luchando.

La bestia yacía moribunda patas arriba. El golpe de Bravo había resultado casi mortal. Sólo teníamos que rematarla para que no se levantase nunca más y así ganarnos el respeto de los Patricios del fútbol y desposeernos de nuestra condición de esclavos de Segunda. Jesús, centrocampista del Alba, amordazó de pies y manos a nuestro cerebro, Movilla. No fue la receta para pararnos en nuestra avalancha incontenible. Todos éramos Movilla, todos éramos Bravo, todos éramos Sandro… Conformábamos una legión solidaria, dispuestos a perder un brazo por el compañero de batalla, a morir en cada desmarque, en cada cobertura. Lo que estaba claro es que nada nos iba a empujar a los leones. Fue entonces cuando me disfracé de Movi, espartano salido de la Batalla de las Termópilas, para asumir el mando de las operaciones. Saqué de mi cofre mis mejores artes y, en el lucimiento de una de ellas, Edgar, que no necesitaba los caballos para correr como una cuádriga, me obligó a cederle el honor de asestar el segundo golpe. Su diagonal fue prodigiosa y digna del más excelso de mis pases. Rezó a los dioses para no fallar y su daga se clavó en la fiera sorteando la armadura de Julio Iglesias. La plebe se puso en pie y agitó sus pañuelos. El César, entonces, levantó el pulgar. Merecíamos vivir, merecíamos subir.

No fue necesario más tiempo para saber que saldríamos triunfales de la lucha. Sin embargo, antes del descanso surgió la conexión de Lusitania (Edgar-Agostinho), que abriría aún más la brecha con una tercera y definitiva estocada. El noble adversario marchó a las mazmorras agonizante, pero volvió a la arena repuesto y dispuesto a morir con dignidad. A nosotros se nos atragantó la gloria y nos envenenó el calor asfixiante que reinaba en aquella mañana con aroma veraniego. Nos pudo la presión de creernos ya con la corona de laurel en nuestras cabezas. Y nunca hay que bajar la guardia. Nunca. La confianza no tiene cabida en la mentalidad del gladiador. La bestia tomó aire con un zarpazo en el minuto 60 que nos hizo derramar sangre de sufrimiento. La calma se tornó tempestad, la atracción se transformó en alergia. Reculamos un paso atrás y sembramos confianza en el rival e incertidumbre en los que habían apostado por nosotros. Los valientes también sufren. Tras el segundo del Alba, Peiró, nuestro “lanista”, decidió quitar una espada para meter un escudo. Me sustituyó por Ruano en el 64 y sólo por la ovación que recibí del coliseo malaguista mereció la pena pasar el calvario final sin poder luchar. A las 13:55 de ese 30 de mayo la fiera cayó rendida hincando rodilla. Ganamos 3-2. Júpiter nos abría las puertas de Primera.

Tras oír el pitido final de Undiano Mallenco, huí de la muchedumbre para buscar cobijo entre la oscuridad del vestuario. Allí, sordo de emociones, afónico de ruido y miope de palabras fumé un cigarro mientras lloraba de alegría. En la intimidad del silencio bajaba mis pulsaciones y sollozaba a mis padres por teléfono. Era el descanso del guerrero, un ritual de humo y lágrimas que seguí fielmente en los cinco ascensos que dieron lustre a mi carrera. Podéis buscarme en cualquiera de las fotos de celebración del ascenso sobre el césped… No me encontraréis.

Cuando mis compañeros volvieron al vestuario para proseguir allí con los festejos ante los periodistas, yo ya estaba abrazando a mi hijo en cualquier rincón invisible para los fotógrafos. Prefería vivir mi retorno a la élite alejado de luces y taquígrafos. No tenía fuerzas ni para gritar, estaba mareado del esfuerzo y no dejaba de darle vueltas a lo bien que me sentaba esa camiseta con el nombre de Málaga en el pecho. En la caseta, mientras, se vivía una orgía de felicidad. Brahim bailaba al son del bombo de Juan golpeado con la magia africana de Arriky; Rafa rapaba al utillero Juan Carlos Salcedo como venganza por haberle puesto días atrás una cucaracha en la bota; Catanha apilaba cabezas en torno a un corro y daba las gracias a Dios; Peiró, ostensiblemente emocionado, probaba el agua de la ducha, al igual que el presi… El reloj había olvidado sus agujas. La fiesta no había hecho más que dar su pistoletazo de salida.

El duodécimo ascenso a Primera era una gesta sin parangón. Durante los últimos años, el club había vagabundeado entre Tercera y Segunda B y en 21 meses había vuelto a la élite. Por eso, nuestra gente, loca de contenta, se volvió a echar a la calle para decirnos lo guapos que éramos. Gracias a la gestión de María Urda, nuestros familiares, esta vez sí, pudieron acompañarnos en otro autobús en el recorrido por las calles de la ciudad hasta llegar al Ayuntamiento sin comer y con un calor de 40 grados a la sombra. Tardamos 25 minutos en atravesar el Paseo del Parque. El año que viene, el Málaga en el Pro, gritaban los aficionados ante la incomprensión del doctor Juan Carlos Pérez Frías. El Pro es el juego de moda en la Play Station, “Doqui”, le dije, ya te enseñaré a jugar… Por la noche, tocó cena en La Fragata. Ibéricos, mariscada, sinfonía de verduras y una tarta artesana con el escudo de nuestro club. El colofón fue el habano que nos volvió a ofrecer el vicepresidente Francisco Martín Aguilar, peón en el trabajo y rey en la vida. Humos cubanos que soplamos Catanha, Agostinho y yo.

Y de La Fragata, a la discoteca Maná, santuario de juergas malaguistas. En Puerto Marina, donde la noche se hace día. La velada dio para mucho, La bacanal de los dioses del Málaga, tituló La Opinión. Mis retinas, desenfocadas por el hielo, me traen a la memoria la conga, la chilaba blanca de Arriky, el buen hacer tras la barra de los jirafas Sánchez Broto y Rafa, y la dupla inseparable Puche-Peiró. Rompimos la noche, la ocasión lo merecía. Le estábamos diciendo adiós a Segunda, adiós".

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