Desde La Arboleda, ascensión al Eretza
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¡Marchando una de piratas!, ordena el director, ese que desde lo alto, allá en el cielo, hilvana nuestras vidas. Al pirata ya lo vimos. Nos hace falta ahora una dama, pero una dama valiente, que no se arredre ante la tempestad, que vea siempre el lado positivo de las cosas, que tenga en mente una palabra imborrable, Calma, siempre llega la calma luego de que el mar ejerza de manera brutal la violencia contra nosotros.
Y quien dice mar dice Vida, y quien vida ha dicho ha querido decir Monte. Ahí la tenéis a la mujer del pirata, acuclillada a pie de puerto, posando para él y para la posteridad, delante de un vallado de madera: el muelle; al fondo y a la izquierda se ve un refugio: la casa del vigía; vigía que salió a tomar un poco de aire coincidiendo su salida con nuestra puesta en acción…
Muelle, pie de puerto, campamento base, qué confusión. El que lea ya no sabrá si navegan, pedalean o escalan, todo es una continua y confusa metáfora con la que el que esto escribe pretende envolver los ojos del que lee para que no perciba tan errático discurso como el que sale de sus dedos.
Ella, sin embargo, si no fuera por ligeras excepciones, podría decirse, es del todo coherente, y viste, aún en el monte, con exquisita pulcritud y evidente elegancia. Adorna su cabeza con un forro polar, como el mío pero distinto, como el mío pero… ¿más feo?... ¿más bonito?... Dejémoslo en desigual, que no todo es comparable en hermosura, Ni el sabor, dirá él, porque no hay una tortilla de patata que sepa peor que otra cuando el apetito acompaña.
A diferencia de él, su frente está despejada, como si ella no tuviera nada que ocultar y él temiera enseñar al mundo su frente de niño. De frente mirarán a la montaña. Se quedarán unos segundos con los ojos en ella clavados, recorriéndola por entero, de arriba abajo, de izquierda a derecha, tratando de averiguar cuál es, de todos y todas las que tiene, su lado o ladera más sugerente, atractiva, hermosa…
La encuentran, por fin, y resulta ser el cauce de un río, digamos riachuelo, arroyo, arroyuelo, qué bonita es la palabra arroyuelo, suena a arrullo de un Belén cubierto de plata, cantarcillo para adormecer a los niños, por eso se dicen que las aguas bajan cantarinas, dando brincos desde las alturas hasta nuestros pies, en este caso hasta los míos, que los pongo a salvo de la humedad pisando con ellos la riberita.
No obstante la belleza del paisaje, mi gesto es serio, como si pugnara con la naturaleza por ser duro contraste con ese verdor del musgo y de las hierbas, con ese claro oscuro de las rocas, con ese tono dorado de los helechos, con ese agua fresca y cristalina tan necesaria para que la vida surja y se perpetúe…
Remontando el curso de la corriente de esta cosa tan linda, iniciaremos el ascenso, ora por la derecha, ora por la izquierda, sin necesidad de vadear, ¡es tan estrecho el arroyo! Llegará un momento, en un punto, en el que el riachuelo, sus aguas libres, tomarán un camino que no será el nuestro: él buscará en regresión su nacimiento, y nosotros, el punto más alto de este monte, pico o montaña llamada Eretza.
Para ello, deberemos pasar de lo húmedo o mojado a lo no empapado o seco, si seca se puede decir que es esta hierba tan tierna, tan verde, qué tapiz, qué hermosura de pradera, si no fuera por la pendiente, tan empinada, llegaríamos a la cumbre dando volatines, intentando contagiar nuestra alegría a estas otras gentes que escogieron la llamada de este día para alcanzar el mismo logro que nuestro deseo guía.
Desde lo alto, tú lo sabes, es donde mejor nos vemos a nosotros mismos.
Hablo de otras gentes, pero no son muchas, no llegan a molestar, aunque, cómo negarlo, nos habría gustado que para llegar hasta aquí hubieran escogido otra mañana, otras horas, otro día, pero están, y no cabe hacer en público reproches, tienen, para hacer lo que hacen, el mismo derecho que nosotros, y seguro que sus ganas son tantas como las nuestras, pero no más, en amor a lo que hacemos nadie nos gana, y sobre todo en insistencia, donde ponemos mi ojos ponemos nuestros pies, más pronto, más tarde, pero acabamos pisando allá donde el corazón lo demanda, aunque el suyo, grandioso pero chiquitín, no bombee en litros la sangre que las venas de su cuerpo necesitan.
Por eso se fatiga, por eso el cansancio le cierra los ojos, y se queda pensando, e imagina que ya llegó, que ya vio, que ya venció, y entonces voy yo y le digo, Sueñas, y le digo también, Despierta, que en este caso la realidad es más fácil que y bonita que la ficción.
Mira hacia arriba, ¿no te parece hermosa la cuesta?... y lisa, y noble, es toda para nosotros, vayamos a pasitos, disfrutando, que prisa no hay, abajo nada hemos dejado, y arriba nadie nos espera, si por nadie entendemos el ´lauburu´ y la placa escrita sobre la piedra, el pequeño buzón blanco posado como una jaula sobre el palo verde de metal, y la piedra blanca en la que me siento, y el monolito cilíndrico, del mismo color, que como columna le crece.
Y todo sobre la roca ´amarronada´ que, como cordillera recién nacida, emerge, luego del ligero temblor de un terremoto, superando en altura al pasto roído, que tiene ya más de tierra ocre que de verde yerba. Estoy de nuevo en la cima, como Van Morrison, titulemos esta fotografía “Back on top”. En la cima, pero contigo. En el cenit, cuando el cenit es el punto máximo, el apogeo de la vida.
Desde lo alto, tú lo sabes, es donde mejor nos vemos a nosotros mismos. Y decir vernos significa nuestro mar y nuestro valle, la tierra donde vivimos, que se ven -¡menuda atalaya es el Eretza!-, y de qué manera tan posesiva, sino sentirnos, plenamente, fuera del fragor de la batalla de nuestros días, dentro de la montaña que somos, casita ambulante que sólo al detenerse es comprensible: cómo corre el sudor, cómo tiemblan nuestras piernas, cómo late el corazón, cómo se serena el alma, apaciguada, por fin, en paz, sosegada.
Qué tregua tan necesaria esta de los montes y sus cimas, qué sería de nosotros sin el consuelo de estas sendas sabatinas, o dominicales, de todo un día, o tan sólo matutinas… Qué sería… Sería…, para qué pensarlo, por qué ponerse en lo peor, si, a pesar de tanto dolor, cuerpo, brazos y piernas no nos faltan, y las ganas, el deseo y la ilusión son sentimientos que a raudales derramamos.
Disfrutemos, mientras vivos nos sintamos, de la luz, de toda la luz, así la de las tinieblas de los días oscuros como la de este día con la que tú te despides, me dices adiós, a mí y a todo aquel o aquella que se fije en lo que tú te fijaste: “¡Hágase la luz!”, dijiste, como si dios lo dijera…y la luz se hizo al instante. Y fue tan intenso su brillo, que cerramos los ojos y caímos al suelo. Deslumbrados.
Escribe: Samuel Aguirre