Cuando un poeta se va
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“Estamos (casi) todos. aquí no hay nadie”... Ninguno de sus amigos lo esperábamos. No le tocaba. Pero cuando alguien es, ante todo, espíritu, se disuelve hasta el criterio para considerar cuando le toca. Por desgracia, una parte de su entorno allegado tampoco lo ha entendido. En especial, quienes dieron la noticia. El poeta no ha muerto. Solo ha sido la carne, la sangre, el aliento. Que no es poco. Pero no es todo. Esto no puede decirse de todos. Por tanto, es mucho. Hace apenas tres semanas afirmé la imposibilidad de explicar qué sea el espíritu a quien no lo posee. Hoy hasta lo celebro. De no ser así, nunca hubiera conocido al insigne “Genio del uni-verso”, como afectuosamente lo bauticé tras quedar deslumbrado por su aguda elegancia para reconvertir la twiteratura en arte, origen estético de nuestra amistad.
Si niego que aún me duran los tumbos, que por momentos me he sentido absolutamente solo en el mundo, que he desestimado la pena de seguir viviendo y —lo peor— de volver a escribir, miento. Y miento mucho. No es saber que hay un ojo, un oído, un corazón de menos, sino saber que es el suyo. Por más que afirmo la hegemonía del espíritu sobre la carne, aún conservo lucidez para entender que sin carne el papel del espíritu se reduce al que ha dejado impreso —no sólo en las páginas de los libros, sino en los espíritus adyacentes—. Mi dolor es metafísico de saber que no imprimirá ninguno más. Pero es un dolor acompañado por un bastón que me ayuda a caminar por este desierto de chapas, adoquines y cencerros humanos. La muerte es otra de mis objeciones contra la igualdad, quizá mi argumento insuperable: no es la vida, sino la muerte la que definitivamente explica por qué no todos somos iguales, y menos mal. La puñetera muerte viene a confirmar que entre nosotros los hubo iguales y mejores, solo con huesos y con huesos y espíritu.
Quien dice —y dicen muchos— que no entienden la poesía están explicando sin más la clasificación del género humano entre animales simples y compuestos (lo de “racionales” e “irracionales” es otro criterio válido sólo para la Administración del Estado). Quien dice que no entiende la poesía no es que sea pobre de espíritu, sino que está saturado de cuerpo. En el ser humano hay un distrito federal vacío para que lo habite el espíritu. Pero si por culpa de la posmodernas circunstancias ese espacio se llena con más cuerpo y materias afines, la saturación ahoga el espacio reservado para lo espiritual, y la poesía pretende entenderse… El crimen no es entenderla, sino pretenderlo, como le sucedía a algunos con los pasodobles que yo hacía en aquellos años en los que escribía borracho. ¿Lo vas pillando, primo? Pretender es el verbo que anuncia el fracaso. Cuando las cosas se consiguen no es necesario si quiera pretenderlas. De hecho, llevo una semana pretendiendo olvidarme de Nacho, pero acudiendo de súbito a la estantería y releyendo los poemas del libro que me dedicó, y hallando en ellos un sentido más infinito que póstumo, aunque esto que acabo de decir tampoco lo entiendan los que no tienen espíritu. Me da igual. Hoy no estoy escribiendo para ellos.
“Algo se muere en el alma cuando un amigo se va” es uno de los versos más sublimes que he leído —oído— en mi vida. Soy de los que defiende que la poesía cantada es doble, y que el verso no necesita música, pero si la lleva mejor. La música es otra poesía, no gráfica sino cósmica, que se lleva de maravilla con la palabra. Nacieron para estar juntas eternamente, como dos enamorados pingüinos. Pero si en el alma se muere algo cuando se va un amigo, si el amigo es —además— poeta, no se muere algo, sino bastante. Y ese hueco ya no se llena con nada ni con nadie. El hueco, el recuerdo, es ya el consuelo único que ejerce de compañía y fortaleza, para seguir, aunque aún entre los tumbos te preguntes para qué o adónde.
“Nos han dejado solos, huérfanos de calor y al amparo de la noche, desprovistos de sueño y leche, abandonados al llanto de los grillos.”
Hasta siempre, amigo Nacho.
JUAN CARLOS ARAGÓN
Gracias Juan carlos