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Juan Carlos Aragón

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Al fin se hizo algo parecido a la justicia con los genocidas golpistas del país de la plata. Cadena perpetua, insuficiente para saldar el dolor de las víctimas pero, al menos, una caricia en el alma de la sociedad. Otros cabrones salieron ilesos de esta vida. Los salvajes sicarios de Stroessner o Pinochet quedaron libres, muchos en sus puestos y en sus mandos. Incluso los hay que siguen vivos porque no hay infierno que los acoja. Menos mal que Argentina nos ha hecho creer que se puede, que es una cuestión de coraje, dignidad y perseverancia… y de un poder judicial que no continúe al servicio de los herederos del demonio.

No sé contar si el mal en el mundo abunda más que el bien, pero si apuesto por la violencia como palanca definitiva para acabar con los tiranos es por un único motivo: los tribunales de justicia (por llamarlos de alguna manera), desde la Inquisición hasta el Supremo, siempre han estado con ellos. Las excepciones a esta regla son mínimas, anecdóticas, tanto que convierten en héroes a los que simplemente se limitan a cumplir con su deber de aplicar la justicia. Y no hacerlo no es más que seguir dando a las víctimas el argumento de la violencia, de la justicia por cuenta propia. Y esto rebosa tanta tristeza como lógica.
No es casualidad que nuestros jóvenes no estén muy al tanto de qué fue la Operación Cóndor. Más vale que no se los coma la vergüenza de saber que en España ocurrió lo mismo pero a mayor escala si cabe, y que cualquier intento de aplicar la Ley de Memoria Histórica es acusado de “remover la mierda”, por parte de los mismos que cagaron y enterraron aquella mierda, su mierda.
Lo peor del franquismo es que no fue una operación como la Cóndor —gestionada desde los EEUU para delegar en militares tiranos el imperialismo opresor sobre Latinoamérica— sino algo más terrible: una forma troglodita de entender la organización de la sociedad basada en la represión y exterminio de todo lo diferente al que manda. Y Franco murió pero el franquismo continuó sigilosamente vigilando y ordenando la vida pública de este país, amparado en una triste realidad: media España o más fue, es y seguirá siendo franquista. En cuanto la izquierda en el poder ha hecho aguas, inmediatamente ha llegado otro caudillo, llámese José María, Mariano, Rodrigo o Soraya. Y España tan contenta: de hecho, los últimos ejercicios de autoridad del gobierno de la nación (que bien suena eso a muchos) han provocado tal regocijo en los franquistas que han vuelto a aplaudir a los nuevos caudillos y a exhibir sus banderas en los balcones de su casa (se pongan como se pongan y lleve el escudo que lleve, esa bandera es y será siempre un símbolo franquista). Dicho de otra manera, la justicia a la Argentina puede que sea posible en cualquier país menos en el nuestro, sencillamente porque en el nuestro no se dan —ni se darán— las circunstancias necesarias: Billy el Niño en la calle. Eso es España. Y a una escala menor, cuando a Sergio Ramos le preguntaron qué opinaba sobre la independencia de Cataluña y su repercusión en el equipo nacional, respondió que lo que a él verdaderamente le preocupaba era la falta de letra en el himno. Por eso es el capitán de la selección (además de porque habla varios idiomas, creo).
Por eso también quiero que entiendan —aunque no compartan— que muchos españoles nos ponemos la camiseta de Argentina en vez de la roja, y que en lugar de a Manolo Escobar escuchamos a Carlos Gardel… o a Silvio Rodríguez, o a Carlos Puebla o a Víctor Jara, no porque seamos cubanos, argentinos o chilenos, sino porque admiramos aquello que nosotros nunca podremos llegar a tener. ¡Y aquí no hay más Dios que Maradona!
Por todo esto he cambiado a última hora el artículo, porque estaba dedicado a Andalucía y en Andalucía hay tantos españoles del corte referido que he preferido no ganarme más enemigos de los que tengo, que mañana es 4 de diciembre (sin que sirva de precedente, por supuesto, que sin mis enemigos no voy a ningún lado). De hecho, el artículo acababa así: “Voy caminando por las calles de mi ciudad, por los pueblos de mi provincia, por los montes de mi región y veo lo mismo que sale en documentales y libros que hablan del Tercer Mundo. Lo que define al Tercer Mundo no es la ausencia de asfalto en la calle sino en la conciencia de la gente. Si nos ponemos serios, nadie quiere ser como nosotros: ni nosotros mismos. Quizá por eso nos siente tan mal que un pueblo rico quiera independizarse de nosotros. Y lo más grave con diferencia: que nosotros no queramos que se independice, y lo reconocemos aplaudiendo las cargas policiales, la intervención de su autonomía o la encarcelación de su gobierno, como si a nosotros por eso y a cambio nos fueran a arreglar la mierda de sanidad y de educación que tenemos, nos fueran a dar un trabajo digno o fueran a sacar a nuestros muertos de las cunetas”…
EL RUBIO (pintando el iglú de albiceleste)
 

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