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Juan Carlos Aragón

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En cierto ensayo afirmé que el artista es muy libre de mojarse o no. Y si se moja, tampoco tiene por qué hacerlo en la dirección que nosotros queramos. Faltaría más. Cada cual es libre de tirar con su creación por donde le dé la gana. Pero, aunque sigo manteniéndolo, por otra parte echo —echamos— muchísimo en falta el compromiso de los artistas. Vamos ya para una década sobreviviendo entre el paro y la miseria, el desahucio y la explotación, la desesperanza y la corrupción más amoral. El sistema ha desarrollado toda su maquinaria puesta al servicio de la desarticulación de la sociedad civil, su primer objetivo para sostenerse a flote. A nosotros, o no nos representan, o nos representan en minoría absoluta, lo cual tampoco nos vale. El arte también nos ha abandonado, al menos el que llega a nuestras librerías, emisoras o pantallas. Es soso, aburrido, repetitivo, previsible, calculado. Ni agita ni amansa. Decora o rellena. No vale el argumento de que el sistema no vende ni subvenciona movimientos artísticos potencialmente contestatarios o subversivos, porque en ninguna época lo hizo. Seamos honestos: tampoco hay demanda suficiente para que un artista en esos términos coma tres veces al día.

 
Hasta ayer defendí el consuelo de que a nosotros siempre nos quedará el carnaval. Pero durante este metafórico ayer, he aceptado que ya ni eso. Con dolor y resignación alcanzo a comprobar que, desde hace lustros, el carnaval ha ido progresivamente convirtiéndose en un réplica mediática de las otras artes, dejando de ser el depósito de la voz subversiva de un pueblo apaleado. Los grupos y autores que retumban si acaso rozan la crítica de modo testimonial, residual y —lo peor— medida y comedida. Si se atreven a realizar un adelantamiento es cuando hay más de un carril y un único sentido. Tiene su lógica: si los artistas de arriba no lo hacen, ¿qué porvenir tiene que lo hagamos nosotros?
Al de fuera le puede resultar extraño. El grueso del ejército de nuestro carnaval oficial está compuesto por más de tres mil unidades cada año. A priori, puede parecerse a una kale borroka que en vez del cóctel Molotov usa el pasodoble, y la máscara y el disfraz en lugar de un siniestro pasamontañas. Pero la diferencia no estriba ahí sino en la intención del ejército. Al margen de los patronatos, ya no se observa intención alguna de combatir, sino de desfilar. Desfilar tiene sentido antes o después de combatir. Pero un ejército que solo desfila, por muy bonito que lo haga, se convierte en otra exhibición del sistema que lo soporta. Iba a decir “que lo sustenta”, pero ni siquiera eso. El ejército del carnaval se sustenta a sí mismo, se autofinancia. Y en el mejor de los casos posibles, como resultado de la victoria en el COAC o de sus giras mundiales, ningún soldado ha ascendido en su estatus social, ningún general se ha comprado un Ferrari. La única guerra es entre nosotros mismos, como si no hubiera un enemigo común u otro rival a batir. Hemos caído en la trampa de creernos que el duelo es entre tú y yo. La “batalla de coplas” —terrorífico sintagma creado desde arriba y que lo resume todo— ¿sabe alguien contra quién va dirigida o por qué coño se llama “batalla”?
Aunque alguien lo dude, yo vivo lejos de los cuarteles. No sé, de verdad lo digo, qué pasa por las mentes de los soldados de un comando cuando están de maniobras. ¿La victoria? ¿Sobre quién o sobre qué? ¿Sobre otro comando? ¿Abrir una nueva grieta en el sistema o cerrar las pocas qué hay? No sé tampoco qué se plantea un autor cuando coge el papel y la guitarra, si cambiar el mundo o cambiarse él, si quedarse como está y salirse del mundo o meterse de lleno en el mundo y empujar como uno más en la dirección que marca el sistema. No lo sé o no quiero saberlo. O más bien no quiero saberlo porque en el fondo lo sé. También sé que el público nos espera. Pero ¿qué espera de nosotros? ¿Compromiso? ¿Y el suyo? Cuando algún aficionado me dice “dale caña” me derrumba, porque mientras yo “doy caña” él ovaciona la crónica de una muerte anunciada. Quizá sea el concepto de “caña” el que nos tiene confundidos. O alejados. Cada vez más alejados. Por ello también se aleja la posibilidad de una chirigota. Para mí una chirigota siempre fue algo muy serio que nada tiene que ver con los modelos actuales. El público no quiere que lo hagan pensar, y anda dentro de toda lógica: pensar en estos tiempos no conduce a la acción sino a la locura; si no, que le pregunten a esa minoría masoquista que piensa por defecto, antes que por virtud, entre la que me incluyo.
¿Y a qué viene esto hoy? Nada especial. Que andaba con la guitarra y el papel del año que viene y se me siguen escapando las balas solas. Que sin darme cuenta tengo siempre el dedo apretando el gatillo. Y cuando miro a mi alrededor y veo lo que está haciendo el resto del ejército me asalta la impresión de que el que sobra aquí soy yo. Derechos de autor.
EL RUBIO (escuchando con nostalgia a Paco Ibáñez)

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  1. alejandro alonso lópez

    Esta declaración de intenciones no va a variar la impresión de tus repertorios, si tus repertorios en sí no sufren el cambio que necesitan. Parece que has identificado el problema, y espero que tú estés dentro del problema identificado, sino no hay nada que hacer... sería como el deudor que te dice que te va a pagar xq sabe que te debe dinero, pero nunca te paga...siempre antepone a al acto una declaración de intenciones que lo define, pero sin darle nunca paso a la reacción. Algo así es lo que haces con estos relatos, que al menos empiezan a parecerse a la verdad de lo que pasa, pero tampoco percibo autocrítica, y habría que ver si de verdad pretendes una redirección de tus propios repertorios... no sé... al menos para intentar salirse de la dinámica que denuncias, y a la que contribuyes.

  2. Breca

    Gracias por su sincera lección, Maestro.

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