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Güenchavá

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Juan Carlos Aragón

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Güenchavá es sustantivo (masculino, gaditano y singular), que funciona como atributo y se predica sobre mucha gente, pero nunca he sabido en qué consiste con exactitud. Semánticamente alude a virtud popular y suele haber común acuerdo a la hora de calificar como güenchavá a alguien. La edad no importa porque he oído predicar lo de güenchavá por igual sobre niños, jóvenes, puretas y viejos; incluso recién muertos: “Ma dao pena, coño, con lo güenchavá que era…”. El problema —obviamente— lo tengo yo que, contaminado por la ética epicúrea y deformado por las morales misántropas de mis filósofos favoritos, cuando se habla de güenchavá me hago un lío del carajo y suelo terminar negando que el sujeto en sí lo sea, más que nada por posicionarme de modo contrario a la mayoría, manía personal congénita que me incapacita para las relaciones sociales reglamentarias.

Si alguien me corrigiera se lo agradecería pero, por lo general, la ética del güenchavá intuyo que se constituye a partir de preceptos morales que se dicen por la vía negativa, o sea, es güenchavá aquel que NO roba, NO viola, NO mata, NO grita, NO habla mal del prójimo, NO profiere improperios, NO se salta las normas, NO escandaliza, NO provoca, NO se opone a la moral vigente, NO hace chistes soeces, NO ríe el humor negro, NO tiene adicciones, NO se tira un cuesco en una cola… y demás virtudes cardinales que empiezan por NO. Pero, cuidado, que si no lo definimos con algún principio tangible, real, material y práctico por la vía afirmativa, el güenchavá puede confundirse con el peasocarajote al que todo le parece bien o con el tontopolla que va por la calle sonriendo a todo el mundo, dos profilaxis sociales que siempre son bienvenidas, pero que están de más lo mismo que de menos y que, en todo caso, no son ningún referente ético que merezcan la pena, ningún modelo a imitar.
También he comprobado como característica común del güenchavá la inteligencia mínima para sobrevivir y la máxima para salir bien parado de todo tipo de situaciones, incluso de aquellas en las que su acción o decisión putea al personal. En otro lenguaje más coloquial esto podría ser sinónimo de parece-tonto-pero-de-tonto-no-tiene-un-pelo. La inteligencia mínima para sobrevivir es suficiente, la otra sobresaliente. En nuestra sociedad, parecer tonto pero no serlo es mucho más efectivo que ser auténtico (más o menos tonto pero auténtico). Ser auténtico incluye una incómoda transparencia que pone en bandeja al enemigo el mapa de tus debilidades, con lo cual ya cobras clara desventaja en la partida social, tanto con el güenchavá como con el hijoputa detolavida.
Alguien me dirá que al güenchavá se le puede definir como aquel que practica el amor al prójimo. Tengo mis reservas. El amor al prójimo entra en continua disyuntiva con el amor propio, y aquí no hay tutía: si alguien renuncia al amor propio en beneficio del prójimo es porque del prójimo obtiene más beneficio que del propio —caradura, en inglés—. Este posmoderno evangelista laico o —como se le dice ahora— “buenista” no coincide con el güenchavá porque el güenchavá NO renuncia al amor propio, NO defiende ninguna causa concreta, NO milita y NO vota (y si vota NO dice a quién). El “buenista”, en cambio, anda perdido en minorías mayoritarias en las que suele terminar ocupando algún carguito desde el que desempeña mejor su amor al prójimo; por tanto, milita en tantas asociaciones y defiende tantas causas que se contradice (aunque la contradicción no sea producto de su amor unívoco e inequívoco sino de la pluralidad y diversidad del prójimo).
En este universo de falsedad echo de menos a los gamberros. Hasta la propia palabra “gamberro” se está perdiendo en beneficio de la de “canalla”, aunque el término “canalla” no define ya a un individuo, sino a una arista golfa de su personalidad que no traspasa los límites éticos y estéticos permitidos. El canalla, digamos, es un cabrón reinsertado o un hijoputa detolavida pero bilingüe. De hecho, he conocido a más de un güenchavá con su puntito canalla, lo cual hace que duplique el número de seguidor@s. Pero gamberros quedan muy pocos. Un gamberro es, por ejemplo, el que cala al güenchavá y lo pone de vuelta y media. ¿Y quién se atreve hoy día a algo semejante? Te acusan de buenchavófobo y se te echan encima las redes, la versión virtual de la Inquisición y, lo más importante: quedas mal. Que hoy no se trata de ser bueno, sino de ser güenchavá y, para eso, hay que saber quedar bien. Yo no sé. Y espero no aprender nunca. No quiero ser güenchavá porque no me gustan un pelo ninguno de los que he conocido: no consigo verles con claridad sus defectos y no me fío de la gente que esconde tan bien lo malo de sí. Prefiero tener de amigo a ese que suele estar hecho de una pasta que no agrada a primera vista, pero que suele durar más y mejor.
De hecho, toda esta parrafada concluía con un ejemplo de un güenchavá que a mí no me lo parece tanto, pero no diré de quién se trata porque en el fondo es güenchavá
EL RUBIO (afinando la guitarra mientras…)

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