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Ensayos de laboratorio
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Ensayos de laboratorio

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Juan Carlos Aragón

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Causa y consecuencia del desencanto de nuestro mundo es la pérdida irreparable de lo auténtico, de lo puro, de la pata negra, de casi todo lo que marcó a una generación como la mía que, aún lejos de la senectud, ya no conserva sus señas de identidad más que en vinilos, álbumes, olores y memoria. Como leí hace poco en La Azotea de mi estimado Sánchez Reyes, el “Quillo, tacuerda de…” se ha convertido en nuestro principio de plática favorito, como si fuéramos abuelos contándole batallas a los nietos. El capitalismo tardío lo ha borrado todo. En Cádiz, hasta no hace mucho, aún podíamos echar mano del verso final de Casablanca y adaptarlo a la cosa nostra: “Siempre nos quedará… el carnaval”, sobre todo tras el auge de talento, innovación y repercusión mediática registrado durante la década de los 90 y primeros compases del nuevo milenio. Pero el sunami capitalista nos sorprendió en lo mejor del querer y —cuando nos hemos ido a dar cuenta— la intoxicación capitalista del carnaval es tan demoledora que lo está devorando todo (o casi todo), especialmente en los pisos de abajo, por lo que parece que de momento tiene poco remedio.

El proceso ha sido simple y complejo a la vez. La simplicidad se encuentra en la mera comparación de un ensayo de antes y uno de ahora. La complejidad exige haber atendido a todo el proceso que va desde las primeras retransmisiones de la final del Concurso, con sus entrañables Ritmos del Tangai de la primera época, hasta el análisis del intercambio de golpes entre público y grupos de una función de ahora, coronada por YouTube como tribunal de éxito, venta y distribución del Carnaval de Cádiz, paralelamente a la importación de la evolución de los roles de espectador y artista en los programas-concurso de la televisión basura, o sea, de la televisión.
El carnaval es un género musical propio y genuino, una particular zarzuela gaditana con influencia de todos los estilos, pero con sello propio, artesanal donde lo haya, y hecho siempre desde la perspectiva del autor, jamás de la del público: he ahí su autenticidad, pureza y encanto. Pero llegó el capitalismo y tentó —en Cádiz, por desgracia, le fue fácil— con sus garras y venenos a grupos y autores que, creyéndose que podrían vivir de esto algún día, fueron midiendo y elaborando hasta el límite de la prostitución sus repertorios y planteamientos, de modo tal que hoy yo digo a boca abierta que NO ME GUSTA EL CARNAVAL o, mejor dicho, me gusta tanto el carnaval que no quiero saber nada de lo que se hace hoy, incluyendo parte de lo que hago yo (o, mejor dicho, de lo que dejo de hacer).
Alguien dirá que por qué no me retiro y sigo haciendo aquello en lo que creo, y no tengo más remedio que responderle del mismo modo que a aquellos que me “acusaban” de ser ateo y casarme en una iglesia: “no me caso yo solo, picha, ella también se casa”. Pues aquí igual. El carnaval no puedo hacerlo yo solo (de momento). Si voy a medias con un grupo que, aunque ejecute como ninguno y atienda mis argumentos, está dentro del sistema y padece sus mismas reformas, necesidades y metas, pues no tengo más remedio que aplicar el “be water” de Bruce Lee y procurar que mis aguas cubran las estaturas de mi grupo y su público, sin olvidarme por supuesto de la del autor y la del suyo, que no siempre coinciden.
Pero, en definitiva, es otra lástima, otra desesperanza, otro desencanto, contemplar cómo, año tras año y cada vez con mayor banalidad, el centro de gravedad de la futura comparsa o chirigota no se sitúa en el tipo o el repertorio, sino en el gallinero, en el palco del jurado, en YouTube y en el FEC (Festival Ese de los Cojones, que meterá dos o tres mil almas para aclamarte). Insisto: a esto lo podemos seguir llamando carnaval si queremos, pero sabemos que no lo es. El auténtico carnaval queda ya muy lejano, quizá no tanto en el tiempo como en sus intenciones y maniobras. Créanme que lucho cuanto puedo para que el espíritu del carnaval no desaparezca definitivamente de nuestros corazones, porque cuando el proceso en marcha culmine y esto suceda, estaremos ante el principio del fin de aquello que para los gaditanos siempre fue el consuelo que sustituía a París en Casablanca.
No acuso a nadie. Todos somos víctimas y esclavos del capital. Algunos se llevan el saco lleno, la mayoría limosnas —con sabor a fortuna—, premios, fotos y honores. Pero casi nadie ama el carnaval que hace, porque lo que hace no lo hace por amor al carnaval sino por subordinación a las exigencias del mercado. Siempre estás a tiempo de quedarte fuera, que es otra alternativa —más que digna, por cierto. Y aunque la autoexclusión por dignidad no esté contemplada en ninguna hoja de ruta de los libretos que ya se están preparando, sí lo está en la mía, quizá no hoy, pero quién sabe si mañana. Depende de cómo me levante.
Pd.: No he hablado de carnaval, conste: he pensado en voz alta sobre nuestra religión y su imparable prostitución al capital, que no es carnaval, precisamente.
EL RUBIO (de candidato para presidente de la Asociación de Autores del Carnaval de Alaska)

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  1. Andrés

    Hombre,en lo de casarse por la iglesia no tienes nada de razón: Ella también se casa vale, pero tu también. Soy ateo y no consentí casarme en una iglesia.

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