Luis Villarejo
Madrid, 6 abr .- Diego Costa tiene una capacidad pulmonar descomunal. En los vestuarios le han visto sumergirse debajo del agua y aguantar tiempos que asustan. La apnea es una de sus fortalezas.
En el campo saca todo el aire. En el césped, Diego es un volcán. No mide. O sí. Porque hasta hoy se iba librando de las expulsiones. Diego Costa maneja al límite las distancias con los árbitros. Quienes le conocen siempre alaban esa virtud. La de vivir al filo de la roja. Aprieta, protesta, acaba a menudo con una amarilla, pero circula como un funambulista por el alambre, merodeando la expulsión en cada partido.
Para muchos entrenadores, la roja que vio en el Camp Nou fue una auténtica sorpresa. Diego Costa siempre es el mismo. No engaña. Vive siempre en el vértigo, pero tampoco es un asiduo de las rojas directas. Gil Manzano entiende que le insultó gravemente. Diego Costa dirá que no fue así. La historia de siempre. Un clásico del barullo del fútbol.
Lo que sí es evidente es que la expulsión inesperada, por ser en el minuto 28 cuando el partido aún no había alcanzado la velocidad de crucero, destrozó un partido que era una auténtica final. El Atlético de Madrid dio la cara con diez. El partido duró menos de media hora.
En el nivel máximo de exigencia, jugar con diez es un castigo que penaliza. Y Diego Costa debe aprender la lección. Es necesario que cambie el discurso y su forma de encarar el juego. No puede bordear el lío de forma permanente. El rendimiento global se mide y se mira con lupa en este tipo de partidos y tras su fichaje, cuando se le valore en la oficina, no va a dar rentabilidad en el análisis de esta temporada. Dividendo negativo en la campaña 2018/2019.
Un gran equipo siempre tiene un portero y un nueve de fuste. El portero sí es de época. Jan Oblak firmó una noche memorable en el Camp Nou. Encajó dos goles en la recta final de Luis Suárez y Messi. Pero su actuación fue de recital. El Atlético puede presumir de contar en su plantilla con el mejor portero del mundo. Un alivio para su gente.