Crítica: Tusk
Vuelve Kevin Smith tras una de sus mejores películas, Red State, que apenas tuvo proyección más allá de sus galardones en el Festival de Sitges de 2011. Tusk supone el regreso del último enfant terrible del cine independiente norteamericano, aquel que sigue manteniendo un estilo personal e incorruptible que le garantiza un buen número de seguidores, entre los que irremediablemente se encuentra quien firma estas líneas.
Con una base que bebe de las líneas del Dr. Moreau de H. G. Wells y el Drácula de Bram Stoker, este homenaje al terror del cineasta es casi tan inquietante como su anterior película. Prueba de ello, es la interpretación de Michael Parks, creando un personaje inteligente, terrorífico y sobre el que se sostiene todo el peso de la película (secundarios sorpresa con nombres peculiares aparte). Parks se ha convertido en el alma mater de las últimas películas de Smith. Su voz, su rostro y su impecable trabajo le han hecho evolucionar dentro de esta corriente indie, que incluye trabajos hasta con Quentin Tarantino.
Kevin Smith no evita recurrir a ciertos tópicos del género de terror, sobre todo por que precisa de un toque comercial que le lleve a no apartarse demasiado de la exhibición en salas. El éxito de Tusk ha sido moderado, ni la presencia de Haley Joel Osment ha alimentado la presencia de público en las salas. Sin embargo, este homenaje al “terror animal” merece ser contemplado como una obra de un autor que permanece incombustible al paso de los años y que, aún siendo minoritario, no deja de producir ideas que transforma en particularísimas obras cinematográficas que, de momento, quedan pendientes.