Kennet Branagh vuelve a sorprender con sus elecciones detrás de la cámara, ahora con La Cenicienta. Si en Thor ya parecía una maniobra extraña que pretendía acercarse a un público más joven y librarse de la imagen que tenía, con Jack Ryan: Operación Sombra logró sembrar las mismas dudas que un principante frente a un género que no conoce y del que apenas salió airoso.
Sin embargo, con Cenicienta se vuelve a ajustar a los cánones con los que siempre lo hemos asociado como realizador. Y es que Branagh, en ambientes clásicos, medievales o victorianos se mueve como pez en el agua.
Pese a que la adaptación propuesta por el director y el guionista Chris Weitz no demuestra una interpretación del cuento de Charles Perrault, la película se disfruta desde un prisma inocente.
El espectador se sienta y se deja llevar por aquello que Disney ya consiguió en la versión animada de La Cenicienta en 1950, recuperar esa magia y el carácter infantiloide de los cuentos clásicos. Branagh poco aporta de más a una historia de sobra conocida pero su solvencia detrás de la cámara vuelve a quedar de manifiesto.