Uno anda ahora por el centro con la sensación de haberlo reconquistado todo. Entero. La pandemia nos ha arrebatado la primavera pero nos ha devuelto el corazón de la ciudad y sus imposibles. Pasar por la plaza Virgen de los Reyes y no mirar para arriba. O cruzar la plaza de El Salvador, ver abiertas las puertas del cielo y no entrar en él. Y entré, claro. No hay rincón que aglutine más sevillanía que la Iglesia de El Salvador.
De repente, una palabra cayó a plomo: pandemia. Una de las mayores obras de la orfebrería cofrade, el paso del Señor de Pasión, expuesto cual resto arqueológico para humanos del siglo XXIII. Sus faldones, sus respiraderos, su canastilla, sus candelabros, sus flores y... nada encima. Es tiempo de solemne quinario. En el centro del altar mayor, abrumador, el Cristo del Amor. A un lado, Pasión. Al otro, Jesús en su borriquita. Muy cerca, San Fernando. Y pegadas a la puerta de entrada y salida, con el simbólico bote de gel hidroalcohólico delante, Santa Justa y Santa Rufina escoltando una Giralda. En el otro extremo, la Vírgen del Rocío y un Simpecao.
Sólo faltaba que, al salir, alguien echara incienso o pasara una muchacha vestida de flamenca. Sólo faltaba, dice... Si coges a mano derecha acabas en la perfumada calle Córdoba. Si tiras para la izquierda te topas con todo un escaparate de trajes de gitana. Y más: el azahar desperezándose... A esas alturas uno ya estaba dispuesto a confesar la autoría de la mortal cornada a Manolete con tal de acabar con todo esto.
No hay mayor tortura que ser sevillano en las últimas dos primaveras.
El coronavirus ha desnudado a Sevilla. Le ha quitado hasta la ya habitual gloria sevillista, a la que poco le falta para aparecer en los carteles oficiales de Fiestas Mayores. La primera primavera pandémica la trasladó a agosto, en un meritorio quiebro del Sevilla FC al destino. La segunda ha sido menos clemente con el equipo de Nervión. En una semana, adiós a la Copa del Rey a las puertas de la final y a la Champions noqueado por un gigante noruego.
Pero ojo con apretarse demasiado el cilicio. Barça y Dortmund tienen la culpa. El equipo del mejor jugador del mundo y el del delantero más poderoso del planeta. El equipo de Messi y el de Haaland. Como la tuvo el Bayern en septiembre, el equipo más fuerte posible. Los tres únicos que han podido tumbar al Sevilla con enorme dificultad. Esta eliminatoria, bellísima, ha dejado la sensación de que sólo podía vencer aquel que tuviera a Haaland. Y ese era y fue el Dortmund. No es que el resultado hubiera sido al revés si el noruego hubiera vestido de blanco. Es que el Sevilla FC se marcha de la Champions con la certeza indemostrable de que es mejor equipo hasta llegar a la posición de '9'.
Una cosa es la autocrítica, la exigencia, y otra entrar de cabeza en la locura. De todo ello tiene culpa el propio Sevilla FC, que había generado tal nivel de juego y resultados que algunos creyeron que Haaland caería fácilmente en las redes de Diego Carlos y Koundé y que el FC Barcelona era un igual. Y no. El noruego es el mejor delantero del mundo, sin paliativos. Y el de Koeman, un equipo fortísimo, aunque no sea un superbarça. Pocos peros al Sevilla, insolente en su lucha contra los gigantes, muchas veces en orgullosa soledad.
El Sevilla llegó a marzo a lomos de una burra y al calor de una multitud que agitaba palmas con júbilo. Se marcha crucificado y expuesto en el altar mayor, el de la Champions. Quien pudo dictar sentencia se lavó las manos, Piqué lo coronó con espinas, algunos se burlaron viéndolo sufrir, Haaland lanceó su costado y otros le negaron tres veces. Salía uno de El Salvador preguntándose si en Dortmund la gente tendría un lugar así en el que refugiarse. Qué va a tener, por Dios... Cruzando esas puertas mágicas recuerdas inmediatamente que la cruz no es el final. Que la tumba donde debía estar el Sevilla está vacía. Todo está cumplido.