Como cada año, desde hace más de cincuenta, se sienta cada Domingo de Ramos en su balcón esperando que sean las seis de la tarde. Nunca falla. Años de sol, años nublados, años de miedos de lluvia, años sola, años con su novio, años con su marido, años con sus hijos, años con sus nietos, años con las vecinas... La vida.
Tampoco esta vez tiene la intención de faltar a la cita. Aunque su familia piense que no se da cuenta por los años, porque piensen que va perdiendo la cabeza o simplemente por no contrariarla y por eso le den el capricho, es consciente de que por segundo año no pasará la cofradía por su balcón. No piensa discutir ese detalle. Solo tiene claro que allí estará.
En el mismo balcón por el que cada Domingo de Ramos desfila la alegría de una ciudad que vive el día de la ilusión. Nazarenos, capirotes, murmullo, olor a incienso, niños en los hombros de sus padres, rumor de la llegada de los pasos, ciriales, sones de cornetería y tambores... Un ritual tan igual y tan distinto en los últimos cincuenta años.
Esa estampa que mantiene en su cabeza en blanco y negro, que toma color cada Domingo de Ramos. La memoria de los sentidos. Lo disfruta, lo prepara, lo anhela durante el año. Los nervios de los momentos previos y el suspiro de cuando tiene delante a la imagen y se esfuma en instantes. Tan efímero y tan imprescindible en su vida. Cita obligada.
Un Domingo de Ramos más, un Domingo de Ramos menos, piensa. Con el sonido de la televisión de fondo, que repite momentos de otras Semanas Santas llenas de sol, ella está en su balcón de siempre. Algunos que van y vienen por la calle, pero nada que ver con los días de esa calle atestada donde la bulla se mueve como solo sabe en Sevilla.
Ella mira la esquina. Pese al vacío, espera que por ese campo visual de lo desconocido pronto aparezcan los ciriales, la señal de la expectación, de lo que está a punto de llegar. Sabe que no. La razón contra el deseo. Sonríe sin nervios, templada y sabiendo que, aunque con retraso, aparecerá el paso. Tardará, será en otra primavera pero allí estará. Fiel a su balcón, con un año más de arrugas pero donde cada Domingo de Ramos guarda una ilusión.