Uno de los viejos códigos más conocidos de los futbolistas es el que se refiere a que lo que sucede durante el partido no debe trascender más allá. Lo que pasa en el campo se queda en el campo, suelen decir, y quien se salta esa ley no escrita acaba pareciendo un tipo sospechoso y poco fiable. Es cierto que este tipo de códigos suelen ser utilizados como refugio o excusa por algunos de los mayores maleantes que pululan por este deporte, pero también lo es que, entre compañeros de oficio, es bonito compartir una deontología particular.
Viene esto a cuento de las elecciones del Athletic, que se van acercando a su final tras una campaña que a muchos nos ha vuelto a parecer eterna. Más de uno hemos recordado estos días con desagrado el sainete en que se convirtió el intento de aprobar unos nuevos estatutos que, entre otras cosas, proponían un recorte drástico de la batalla por el voto. Pero, en fin, resignación.
Lo que quería decir es que, como socio del Athletic, confío en que, a partir del 7 de julio, los miembros de las dos candidaturas actúen como los jugadores que, una vez terminado el partido, se dan la mano con deportividad –pedirles que se cambien las camisetas sería mucho pedir– y se pongan de acuerdo en decir aquí paz y después gloria.
Nada sería peor que encontrarse con una masa social fracturada o rabiosa por las escoceduras de la campaña al comienzo de la próxima temporada. Ya hemos visto lo caras que resultan en el Athletic estas divisiones. Al final, todos salimos perdiendo.
Confiemos, pues, en que se imponga la cordura y que a partir de agosto podamos disfrutar de un equipo al que yo veo en la rampa de lanzamiento, con mimbres suficientes –pensemos en el nivel que han ofrecido Javi Martínez, Muniain y Herrera en el Europeo sub21, al que también acudió San José, o en la calidad de dos internacionales absolutos como Llorente e Iraola–, para darnos muchas alegrías si se les hace jugar el fútbol que mejor se adapta a su naturaleza.