Conviene alejarse del cinismo, y para ello nada como hablar en primera persona. Por tanto, aclaremos que el tema de los insultos en las gradas nos demuestra que no perdemos un segundo en culpar al vecino. Porque un segundo después de condenar los gritos contra Vinícius Junior, el pasado 21 de mayo, alzamos la voz para recordar a los madridistas su renuencia a sancionar con igual contundencia episodios pasados: Eto'o, Iñaki Williams del Athletic Club en Cornellá, el Dani Alves que se comió un platano… (Y eso, cuando no tiramos de hemeroteca para acudir a aquel famoso cántico sobre el algodón en el Santiago Bernabéu).
Esto sucede porque, de tener que elegir entre ser felices y tener razón preferimos tener razón. Nos morimos por tener razón. Para lograrlo, debemos demostrar al resto cuán equivocados están: así, cuando un diario deportivo titula «No es suficiente con no ser racistas, hay que ser antirracistas», como lectores sacamos a colación aquel famoso «MORO. PLATA. BRONCE» del 7 de agosto de 1997. Y cuando alguien intenta ceñirse al racismo no dudamos en ampliar el tema: qué nos dices de los «Vascos os vamos a acuchillar», del «Gurpegui drogadicto», del «Piqué cabrón, Shakira tiene rabo», del «Ay, Guardiola, que delgado se te ve».
El mundo es un lugar contradictorio, donde resulta relativamente sencillo buscar la paja en el ojo ajeno. Así, aceptamos que Neymar condene el racismo que ha sufrido en los campos, pero le recordamos su apoyo a Bolsonaro, líder capaz de decir de los negros que «ni siquiera sirven para procrear». Así, callamos cuando Lula afirma que «no podemos permitir que el fascismo y el racismo dominen dentro de los estadios», y acto seguido difundimos que el Observatorio de Naciones Unidas nos recordaba hace menos de un año el racismo estructural que vive Brasil.
Y cuando Vinicius clama que España es un país racista le damos la razón —no somos tan hipócritas como para negar que en mayor o aún mayor medida todos los países lo son—, pero tampoco perdemos un segundo en comentar algo que rebaje el asunto, como que resulta erróneo comparar la situación a ambos lados del Atlántico, o que Brasil, donde la policía mata a miles de personas cada año, fue la última nación del hemisferio occidental en abolir la trata de esclavos, o que las políticas más racistas en materia migratoria contempladas por un país de nuestro entorno son obra de una mujer de color.
En mi adolescencia, antes de Heysel, ir al campo era un deporte de riesgo. Tras noventa minutos bajo una lluvia impenitente, aplastados contra las vallas, uno salía del estadio y volvía a casa muchas veces entre coches ardiendo. No era extraño ver correr la sangre. En casa, uno no se atrevía a decir «hijoputa», pero insultaba en San Mamés.
Con la edad las cosas se atemperan, pero incluso tiempo después recuerdo haberme encabronado en un campo: la última vez, en el encuentro entre el Athletic Club y el Skalke 04 de hace ocho años, donde les dije de todo a los hinchas rivales, cuyos altercados tras el encuentro conllevaron una carga policial que acabó con un muerto, Iñigo Cabacas. Estoy seguro de que aquellos alemanes se sentían mejores que nosotros, de igual modo que nosotros nos sentimos mejores que un veinteañero brasileño. Y de ahí a tener que demostrar que tenemos razón apenas media un paso.
Hace unos años, Ice T sacó con su banda, Body Count, un single titulado «No Lives Matter», donde hacía su particular comentario a la controversia generada por el movimiento Black Lives Matter. Tras llamar la atención sobre cómo todo intento por intentar abarcar más (extendiendo el tema a la discriminación de las mujeres o del colectivo LGTB) sólo lograba diluir el asunto en cuestión (léase, el racismo), cantaba estos versos que no pueden ser más claros:
Decimos que «las vidas de los negros importan»
aunque a decir verdad nunca ha sido así,
porque a nadie le ha importado nunca una mierda:
basta con leer los putos libros de historia.
Pero de ser sincero eso no sólo les pasa a los negros
también a los amarillos, a los marrones, a los cobrizos,
a cualquiera que no tenga donde caerse muerto:
a los blancos pobres los llaman basura.
Cuando se den cuenta de que estamos todos en el mismo bando
no podrán jodernos,
no podrán dividirnos
y la división no podrá prosperar.
Blancos, negros o amarillos, hijos de una raza que nadie elige, también nos sentimos legitimados a ver en un jugador a un millonario al que la aporofobia no molesta. Nos sentimos legitimados a tener razón en todas y cada una de nuestras manifestaciones y opiniones. A cambio, renunciamos a la posibilidad de estar todos en el mismo bando. Y ni siquiera nos ponemos de acuerdo en quién nos está jodiendo. Hay un viejo dicho latino que reza así: «Res, non verba». Hechos, y no palabras. Estos son los hechos, y aquellas las palabras.
Por Iñigo García Ureta, editor, traductor y escritor bilbaíno afincado en Madrid
Mucha razón... Muy buen artículo.