Dejar de fumar rejuvenece tu piel y tus sentidos, sanea tu economía personal evitando derroches insalubres, te permite hacer deporte y disfrutar de tu cuerpo sin límites, saborear los manjares y oler el perfume de las cosas más insignificantes, dormir mejor, reducir el pulso, la tensión arterial, eliminar uno de los peores ejemplos que damos a nuestros hijos, descargar la mochila y liberar los bolsillos, y firmar un contrato vitalicio con los ángeles de la guarda, pero sin hacerlos trabajar más de la cuenta, que —algunos como yo— bien explotados los hemos tenido durante años.
Podría seguir porque la lista es interminable, pero valga esta parrafada solo como alegato contra el marketing publicitario para “advertir al fumador de los riesgos del tabaco”. Por favor, no nos pongan de tontos que así recordamos que lo somos. Las autoridades sanitarias, como la inmensa mayoría de las autoridades, no tienen vergüenza. En nombre de su mima autoridad es en el que cometen las mayores canalladas. Y esta es de las mayores. Poner en un cajetilla de tabaco una macabra foto de un enfermo en fase terminal con un terrorífico rótulo de “EL TABACO MATA” o “FUMAR PUEDE SER CAUSA DE UNA MUERTE LENTA Y DOLOROSA” o “FUMAR PROVOCA CÁNCER MORTAL DE PULMÓN”, equivale a poner de retrasado mental al pobre fumador que compra tabaco, que al serle servida la cajetilla y mirar de reojo al dibujo y al letrero, pagará y saldrá por la puerta del estanco susurrando un desesperado “tu puta madre”, dirigido contra las autoridades sanitarias, por recordarle una evidencia que él ya sabe, pero que impuesta de esa manera no va a servirle para que deje de fumar, sino para que se acojone y fume más, pues no se trata de salvar la vida de nadie, sino de recaudar por su muerte dejando a salvo la moral del Estado.
No se nos olvide que la venta de tabaco por parte del Estado es la primera causa de muerte prematura en el mundo occidental junto con el alcohol, y que constituye una de las principales fuentes de ingresos para las arcas públicas a través de los eufemísticos impuestos indirectos, que son más del 70% de lo que se paga por la cajetilla o por el vidrio. La muerte dolorosa, el cáncer, el enfisema y el infarto son económicamente rentables para nuestros gobiernos porque los números están hechos y las cuentas cuadran. Compensa que la sanidad pública haga frente a estas desgracias porque los dividendos resultantes de la venta del tabaco son mucho mayores. Es más: es posible afirmar en toda regla que el gobierno es un camello, un camello más voraz que los otros camellos porque monopoliza la venta de esta droga mortal y, además, prevé sanciones económicas y penas de cárcel para quienes pretendan poner en peligro su monopolio. Como para no ser anarquista. Asco de Estado en cualquiera de sus formas.
Pero hay más aún. El negocio del fumar tiene como extensión clínica el negocio del dejar de fumar “farmacéuticamente”, que además de negocio es, en gran medida, una monumental estafa. Los chicles de nicotina, los parches y los condones con virutas de Habano, además de las pastillas Champix y de los martillos de carnaval, son productos igualmente adictivos, porque contienen justamente aquella sustancia que provoca la adicción: la nicotina. A la mayoría de la gente no le funciona. Normal. Es muy difícil abandonar una adicción mientras te mantienes sujeto al principio activo que la produce. Pero es un negocio felizmente ideado para que el trasvase estanco-farmacia restituya las pérdidas que ocasiona el cinismo público de las autoridades —sanitarias en este caso—. Te das cuenta de su dimensión real cuando dejas de fumar. Te entran ganas de meterle fuego a los estancos, a parte de las farmacias y a muchos médicos que —desde una osada e imperdonable ignorancia— animan al pobre fumador a “terapias” tan caras como inútiles.
El tabaco, como el carnaval, cumple los dos requisitos imprescindibles para que sea considerado DROGA DURA: genera adicción y perturba las facultades mentales, tanto que te lleva hasta el extremo de decir cosas del tipo “yo, en verdad, fumo porque me gusta” —cuando no soporto más el mono— o “felicito a los que han pasado a la final” —cuando me he quedado fuera y quiero disimular en público el cabreo, mientras en el bar pongo verde y oro a los que han pasado—. Fumar acorta la vida. El carnaval la estrecha. El tabaco ya lo he dejado. A ver cómo hago con lo otro para seguir viviendo de una manera más ancha.
JUAN CARLOS ARAGÓN