Andaba yo indignado por lo de las terceras elecciones cuando, de pronto, me di cuenta que no era para tanto. Releyendo un artículo anterior caí en la cuenta de que peor que unas terceras elecciones —y unas cuartas, y unas quintas y unas trigésimo octavas—, mucho peor, muchísimo peor, infinitamente peor, sería un segundo gobierno de esta mancha de sinvergüenzas y corruptos, a los que injustamente se les llama Partido Popular, pues representan a cualquier cosa menos al pueblo, amén de esos cinco millones de votantes que, sin ser ricos ni indecentes, persisten en la errónea voluntad de votarles; obreros de derechas que no sé de dónde coño salen en este país (los hay que les va el rollito del látigo).
Cádiz me enseñó, además de la música, a tomarme a cachondeo todo aquello que no puedo cambiar. Sabias que son las trimilenarias urbes. Uno hace todo lo que puede. Vota. Se abstiene. Vuelve a votar. Escucha a uno, al otro y al de la moto. Se indigna. Se acuesta. Se levanta. Se caga en su puta madre. Apaga la tele. La vuelve a encender. Pasan los meses. Y más de lo mismo. Po ea. España al Carajo Pipa D.F.
Aquí no cabe tomarse esto más que con la misma falta de seriedad que se lo toman ellos. Las terceras elecciones serían como las segundas o las cuartas. No servirían para formar gobierno. ¿Os imagináis al PSOE absteniéndose y poniendo literalmente a Rajoy de presidente cuatro años más? Cualquiera de las posibles fórmulas para plantear gobierno pasa necesariamente por pactos entre enemigos acérrimos. Por tanto, si se produjeran algún día, el esperpento moral de la política española sería no apto para menores, y la mayoría de los españoles son —políticamente— menores de edad. Con un poco más de madurez, la abstención sería la única opción contemplada como posible y razonable. En los colegios electorales iban a jugar al bingo desde las 9 de hasta las 20. O dan las mamadas a pie de urna que solicité en su día, las de los riveritas y las cospedales dentro de las cabinas.
Pero el mayor drama político de nuestro país es la desunión de la izquierda, su odio interno, insuperable, definitivo. La derecha con antifaz (Riverita & Company) y la ultraderecha sin él (los de Mariano El Caminante), lo saben y lo rentabilizan. Que el gobierno de Andalucía, en vez de con Podemos, tuviera que hacerse con Ciudadanos fue —ante todo— un golpe moral sin precedentes. La negativa de Podemos a formar gobierno con Pedro Sánchez hace unos meses fue peor. Las zancadillas del PSOE a Podemos en el Ayuntamiento de Cádiz para que Kichi se estrelle y provocar la moción de censura son crueles para la ciudad, pero de una lógica política aplastante: Podemos putea PSOE, PSOE putea Podemos. ¿Fue antes el huevo o la gallina? En todo caso, qué importa. Un gobierno de izquierdas en este país no tendría la oposición fuera, sino dentro. Y un gobierno de derechas —sencillamente— no tendría oposición, pues ésta se opondría a la mitad de ella misma. Continúo insistiendo en que el tetrapartidismo español ha inaugurado el surrealismo político y nos hemos quedado tan frescos.
Hasta la fecha presumí siempre de ser de izquierdas. Ser de izquierdas es —ante todo— posicionarte contra el poder. Si estás en el poder, por definición, no puedes ser de izquierdas, pues no puedes posicionarte contra ti mismo, ni autocombatirte. De todas formas, la izquierda política (que no coincide con la izquierda social) te lo pone muy fácil: en cuanto toma el poder se convierte en centro, derecha, centro-derecha o ultraderecha, con lo cual sigue dejando vacante el hueco de la auténtica izquierda, que seguimos ocupando los que sempiternamente hemos mantenido vínculo cero con el poder. Los de arriba y los de abajo es otra subdivisión política al límite de la barbarie semántica, pues cuando bajas a la puta calle sólo ves que los de abajo son —en su mayoría— “los que también quieren estar arriba”. Y cuando están arriba se comportan como vulgares fascistas, pues apartan de su camino daga en mano a todo viviente que se les revierta exigente y crítico.
Me voy a tener que buscar otro lugar para ubicarme, otro espacio nuevo en el que me encuentre políticamente cómodo. Primo, ¿tú conoces algún adverbio de lugar en el que sentarme para hacerme una gran gallorda gaditana con la punta del cayetano mirando al Congreso de los Diputados? ¿A la izquierda? ¿A la derecha? ¿Arriba? ¿Abajo? ¿Al centro? ¿En fondo norte? Adónde.
JUAN CARLOS ARAGÓN
Reconoce el señor Aragón que podemos debió dar el gobierno a Pedro Sánchez, pòr tanto?
En la cresta de la ola, siempre.