Hoy el destino tampoco se ha enrollado con nosotros. El destino es —según Epicuro— una arquitectura que está en nuestras manos, y según los estoicos —un designio de la providencia al que no podemos escapar—. Según el Rubio, tu padre, el destino es una cabronada a caballo entre lo primero y lo segundo: ni podemos construirlo a nuestra medida ni podemos abandonarlo a su caprichosa merced. Nos marca un punto de partida y unas condiciones y, a partir de ahí, unas posibilidades limitadas para ponerlo a nuestro favor. Y en ello estamos.
Si nos hubiéramos limitado a aceptar su jodida voluntad, a lo mejor ni nos conocíamos. Pero por ese punto que hay entre nosotros, que va más allá de lo que suele haber entre un padre y un hijo, es por lo que —los fines de semana que nos toca juntos— escribimos un capítulo de nuestra historia, aunque acabemos el domingo en caravana para Sevilla con agujetas en las piernas y en el alma, y una lección de filosofía por el camino de vuelta nos restaure la frustración de no ver ganar al Cádiz juntos desde yo qué sé cuando.
Decía el abuelo, sabio a martillazos, que “solo estaremos orgullosos de lo que consigamos con nuestro esfuerzo”. Y con nuestro esfuerzo lo estamos consiguiendo. Yo estoy poniéndolo todo de mi parte, pero tú también consigues con el tuyo que la historia —nuestra historia— avance con sentido, que la distancia que nos separa y el tiempo que no estamos juntos sean una anécdota que ni forma parte de nuestros capítulos.
El incipiente bigote de tu adolescente figura me insiste a regañadientes en que ya no eres mi Enanosaurio ni mi Pequeño Saltamontes, pero con orgullo me voy rindiendo ante un muchacho a la medida de los griegos, apasionado por el arte, el deporte, la ciencia y la filosofía, sofista como yo defendiendo lo que le importa, buscando sin conformismo ni desmayo su propia identidad, en un mundo en el que cada vez es más difícil identificarse con lo público y lo privado, entre el buen rap y Camarón, Selu Cossío o Pink Floyd, Simon & Garfunkel y tu propio padre.
Al menos, de momento, no estás copiando de mí lo malo. Tu enorme sentido común te señala por sí solo el camino que no es correcto, ni siquiera para mí. Por eso aprendo más de tu serenidad que de la mía. Y cuando un hijo también es capaz de darle a su padre lecciones con sus propios actos, sobran la mitad de los libros. Pero eso, solo la mitad.
Contigo, como padre, llevo la desventaja de haber nacido el mismo día que tú, porque lo de antes de que nacieras… mejor olvidarlo (salvo Los Yesterday, claro). Pero por ello presumo de no ser el padre vulgar que busca en su hijo su clon. Si me apuras, tener el mismo nombre nos confunde más que nos iguala. Pero tu nombre tampoco lo escogí yo. Por eso siempre te he llamado por otros apodos que te definen junto a mí antes que en mí.
Realmente no te felicito tanto porque hayas cumplido 12 años como por la parte del camino que estás recorriendo para que tu destino se acerque más a tu voluntad que al resto de las salvajes circunstancias que el siglo XXI nos quiere vilmente deparar. Afortunadamente para los dos, el mundo que nos une es bastante mayor que el que nos separa y, aunque me exceda de satisfacción, ya quisieran para sí muchos de los se ven a diario presumir de tener esa feliz sintonía que nos ata, por más tierra y tiempo que haya de por medio. Es esto y no otra cosa lo que me ha acercado definitivamente a los griegos que procuran escondernos en los libros de textos, pero que son —quizá por ese vicio cristiano de esconder el auténtico valor de la vida— los que más morbo nos provoca desvelar, pues las enseñanzas vitales más prácticas las inventaron ellos.
Del secreto y los encantos del amor paterno-filial, tan desprotegidos y hacinados en nuestros actuales palacios de lo que llaman “justicia”, también surge una educación de ida y vuelta que pone en cuestión la autoridad exclusiva del padre frente al hijo, para convertirla en autoridades inclusivas que completan los déficits naturales… (y los adquiridos, que sin duda son más que los naturales). Pero claro, ese fenómeno se da solo cuando la humildad de un padre con su hijo es de la misma talla que la nobleza de un hijo con su padre. Así que sigue dejándome que, de la mano de tu admirado Antifón, las cosas “malas” te las enseñe yo, que las “buenas” ya te las enseñan en el colegio: “¿Los honores? ¿Para qué? ¿De qué vale dedicar la existencia a competir, ganar premios de elocuencia y de retórica, de poesía o de gimnasia? ¿O acaso no es esto pura vanidad, como perseguir el viento? Esos falsos placeres procuran una satisfacción superficial, momentánea y aparente. En un mundo sin grandeza, sin nobleza, sumergido en la mezquindad, la filosofía facilita alguna salvación, ofrece una medicina eficaz”.
Felicidades, muchacho. Te espero en muchos más.
EL RUBIO (padre a su forma)