Será tu nombre que me recuerda al emperador romano y a la tercera copa, Augusto, a gusto, agosto. Será el sol que está más lejos de la tierra y dibuja unos ocasos más artísticos. Será la certeza de que —en cualquiera de los casos posibles— en agosto no se pega un palo al agua. Será su relación directa con el amor del verano o con el verano del amor, con la canción del verano o con el verano de la canción. Será que siempre fue un mes que pone y repone, como un verano con madurez que nos prepara frente a la senectud de un inevitable otoño. Será que tiene solera, no como julio donde todo es euforia y frivolidad, donde solo queremos beber y follar, pero no por placer sino por venganza. Agosto es diferente, es el mes de las otras flores, de las familias completas, de los amigos de toda la vida, de la vuelta a los pueblos de la infancia, en los que sigue derramada la sombra de las higueras y en las barquillas otras gaviotas baten alas iguales, en los que los nuevos que vienen preguntan quiénes son esos que faltan en blanco y negro, mientras los que estamos entre dos siglos disimulamos una lágrima a la deriva que cae al lado contrario de una sonrisa para la esperanza, que es lo último que se pierde, y agosto el único mes en el que no se pierde nunca.
En agosto los palacios son los patios frescos de las casas antiguas de los pueblos blancos, adonde divina alcanza la brisa marina de dos vientos hermanos pero enemigos, de dos mares vecinos pero enfrentados.
Es demasiada la gente que cuenta su vida no por años sino por agostos, casi la misma que los cuenta por febreros —o más, si tenemos en cuenta que muchos febreros acaban con agosto, justo cuando fecundan las pasiones para el próximo febrero y germinan las semillas que florecen en mayo—. Nadie se viste de negro para que su piel presuma bajo la luna, sonriendo por necesidad entre el alcohol y la concha del marisco, no como en septiembre, que se sonríe por obligación. Agosto es un poema cíclico que se repite en la historia de los cuatro puntos cardinales, aunque en el paseo de Castro Urdiales se perfume de Rioja y en Zahara de atunes y flamenco —al menos en el equipo del coche y en las vitrinas de la memoria—.
De agosto debiera aprender diciembre, con su falsa Navidad y su menos convincente cambio de año, porque ni siquiera la suerte cambia con él hasta que agosto no la pone de tu parte. En agosto no vale ni el llanto, no hay justicia ni parados. Hasta el sol se da un respiro y deja que alguna lluvia lo acompañe.
Agosto es el mes de la libertad. Por eso, quien en agosto aún no ha besado al amor de su vida ni ha cantado la canción de todos los tiempos, más vale que lo haga pronto o que se transforme en otro modo de existencia; si no, morirá sin haber vivido, como tantos otros que no sienten esto. Tanto es así, que estas son las últimas palabras escritas el último mediodía del último mes de otro año que va a terminar en julio, y que fue peor que mejor y no recordaré demasiado, quizá porque en su agosto inaugural no besé tanto al amor de mi vida ni canté las canciones de todos los tiempos, más preocupado por el trabajo, su falta, su abundancia y otras viandas que luego no sirven para enmarcar en el salón principal ni en el cuarto del niño.
La tierra seca significa que todo está preparado. El mercurio sube para ver desde arriba el espectáculo de la caravana de océanos por las orillas, con tiburones incluidos y dispersos entre la muchedumbre alejada del dolor y los lamentos. No dura la vida tantos años, ni los años tienen tantos meses como para no revolear la angustia por la carretera ni encerrar la ansiedad en la cocina, que ni arden los pastos por lo primero ni se enfrían los hornos por lo segundo. Agosto baja a redimirnos todos los años. Todos los años que nosotros dejamos que nos redima. Incluyendo a los camareros.
EL RUBIO (buceando tras la canción en Alaska de los Atunes)