Yo fui uno de los hijos del verano del amor al que siguió aquel mítico e irrepetible 1968, que a muchos aún nos dura, aunque solo sea en un espíritu que apenas puede ya compartirse con el resto. Nací con el gen universal del sueño y la esperanza, porque hasta a nuestro invertebrado país llegó el polen de la última revolución de la humanidad. Contra la guerra. Contra el capitalismo explotador. Contra el imperialismo. Por la paz, la fraternidad, el amor y la armonía con la naturaleza. Sin Cristo que predicara. Sin partido que diera voces. Y con el único altavoz de la Música, la de verdad, no la de Operación Triunfo, no la de Eurovisión, no la de tantos petardos de plástico que venden discos sin haber compuesto una puñetera canción que haga encender el fuego de los mecheros y los sueños.
Unos dicen que el 68 no cambió el mundo porque no llegó a gobernar. Cierto. En Estados Unidos ganó Nixon y en Francia De Gaulle. Ni siquiera en España hubo huevos de eliminar a aquel monstruo protegido por la Iglesia. Mataron a Lincoln y mataron al Ché. Pero la semilla se regó por todos los campos del mundo y, aunque lenta y suavemente, echó profundas raíces en países y gobiernos sabedores del potencial realmente revolucionario de aquel movimiento espontáneo universal. Era el nuevo heliocentrismo, la innegable esfericidad de la tierra, el evolucionismo en curso, la ley de la gravitación universal en clave cultural e ideológica. No podía dársele la espalda a la evidencia del movimiento y el cambio, cuales Parménides inmóviles en sus putas y criminales poltronas. Hasta la Música les hizo rendirse…
En el otro mayo, el español, el de 2011, el de los indignados, la Spanish Revolution, me pilló de baja por una fractura en un pie (y otra en el alma), y aproveché para apoyar —el pie y el alma— frente al televisor, tres días y tres noches, como esperando el nacimiento de mi último hijo, a punto de celebrar el fin de esa maldita posmodernidad que no había supuesto más que el fin de la historia, pero en la clave opuesta a la que Marx vaticinara: la dictadura… del capitalismo.
Pero pronto no tuve más remedio que empezar a darme cuenta de que, entre los dos mayos, había una diferencia fundamental: el francés fue revolucionario; el español era reformista. Y la diferencia es fundamental porque la revolución supone transformación social y la reforma implica el continuismo por definición. La reforma vale en la vivienda cuando la pintura se cae a pedazos o el agua se sale de las tuberías. Pero nuestra vivienda social, con la estructura apaleada y en serio riesgo de derrumbe, necesitaba de algo más que de un movimiento que empezara en la calle y acabara en las instituciones, pues éstas cuentan entre sus múltiples herramientas con la capacidad de persuasión necesaria y suficiente para convertir a la oposición en camarada.
El resultado está a la vista. Por mucho que se empeñen no se ha vencido al bipartidismo, al contrario: el bipartidismo se ha duplicado, por tanto, blindado. Y en la calle solo quedan dos causas exclusivas: la mujer y el viejo, sin que ninguna de las dos se plantee la violencia ni con la intensidad mínima necesaria para que esto gire. La mujer y el viejo, sin el obrero y el estudiante (no como género, sino como clase), sin el puño y la canción, no pueden cambiar el sistema social desde abajo. Por más miedo que le tengan a la palabra revolución, la historia avanza por revoluciones, y la historia no la escribo yo. Ningún movimiento exclusivo cambió nunca el curso general del devenir humano. Aunque he de reconocer que el problema no es de los que están, sino justo de los que faltan, que siguen siendo los mismos de siempre: los esclavos.
No se trata de ser marxista, pues Marx jamás pretendió el poder para sí, algo que sí pretenden otros que presumen de marxistas. No hacen falta apellidos intoxicados por las estrategias perversas de los enemigos históricos de la humanidad. Tampoco hace falta leer a Marx necesariamente, pues cualquiera que mire a su alrededor puede ver lo que hay (por eso muchos procuran no mirar). Quizá leer a Nietzsche diera más resultado. No sé. En todo caso, ya es tarde para leer, pues los que a estas alturas no han leído es porque no han querido, y los que seguimos leyendo sabemos que las palabras por sí solas no cambian el mundo.
Sin ir más lejos, en este país de ciegos e idiotas, ya podemos celebrar que ocupamos el séptimo puesto del mundo en trabajadores pobres, y el primero de la Unión Europea, además del nuevo fracaso de Eurovisión y el adiós de Iniesta. No nos queda ni para tabaco. Y es una pena, porque si el tabaco acorta la vida también acorta el sufrimiento que nos espera. Para nada, por cierto.
Apagar las velas de este 50 aniversario me va a dar más pena que el año pasado cuando apagué las del mío.
JUAN CARLOS ARAGÓN
Esta pasando 18lageneración del. Métele fuego a la vela libera la fiera. https://www.youtube.com/watch?v=M4MTZ6ImglI