Cada vez que llegan, mi mente no puede evitar la cuarteta final del popurrí de aquella Chirigota con Clase (la del eterno Don Adolfo), “porque ya de Don Adolfo estoy hasta lo que rima”, que dirán ellos, y viceversa, que diremos nosotros… Pero no es tan así, sino más bien al contrario.
Cada vez que empiezan las vacaciones acaba un curso. En la vida de un adolescente, un curso es más que una simple batería de estaciones, un boletín de notas, un suspenso, un sobresaliente, una asignatura que se atraganta o una vocación que despierta. Desde la tremenda perspectiva temporal de los divinos diecitantos, un curso de secundaria es el primero de los cuartos crecientes, una era sin final, el capítulo más importante de la historia contemporánea en el que la memoria blinda hasta el mínimo detalle de amigos, amores, castigos y victorias, levantando así los muros de la conciencia que terminarán de forjar el carácter, la personalidad y, sobre todo, los valores, confusa y abusada palabra cuya semántica está girando desde la ética a la tecno-economía virtual, por desgracia, por inesperado infortunio, por despiste del destino… y por cojones.
La otra perspectiva del curso es la de los docentes que, mitad inmersos en nuestras crueles canas, mitad contagiados por el perfume de la adolescencia, lo terminamos con una hemorragia interna de lágrimas y espuma, por sus emociones y rabias respectivas, sobre todo si mantienes esos valores que aprehendiste (con “h”) a los diecitantos —a los que ahora les hace falta un inflado, es cierto, pero que siguen estando— y que invitan a que aún te conmueva lo humano de la mirada del otro, especialmente si el otro te ayuda a vivir en la continua y obligatoria resurrección del espíritu y la carne.
Y es en este cruce de caminos donde los valores basculan entre Apolo y Dionisio, o sea, entre meter la polla en vinagre o buscar el valor auténtico de la vida (“polla en vinagre” como podría decir “conejo en madriguera”, que también hay muchos). Hay que ir escogiendo desde ya. Si la energía de sus diecitantos no los despiertan, los tuyos no resucitan y no provocan la retroalimentación necesaria para que ambos salgáis con más ganas de vivir de la que teníais cuando empezasteis el curso. Entonces, no sé si decirle a unos que dejen la docencia y a otros que abandonen los estudios, y que liberen así los tiempos y los espacios para los que quieren aprender y enseñar, pero no análisis sintácticos, comentarios de textos, ecuaciones, fórmulas o idiomas, sino aprender y enseñar a vivir los mayores placeres de una vida que, como la dejes que campe a sus anchas, se te va y no te enteras, haciéndote muchas más putadas que regalos y planteándote hasta qué punto merece la pena, y más desde que somos zombis europeos de tercera división. La nota de selectividad, el grado o el ciclo es lo menos importante (salvo para cierta élite que, de momento, se considera privilegiada, pero que solo el tiempo dirá si realmente lo fue —es difícil hablar de “privilegio” cuando lo que se sacrifica es la juventud…)
A imagen y semejanza de los griegos, creo más en su Paideia —educación pura, integral— basada en el protagonismo del alumnado como receptor de la gimnasia, la poesía, la retórica, la música, la filosofía y la matemática, la solemne representación de las disciplinas sublimadoras del cuerpo y de la mente, las que siempre te acompañan y dirigen, fortalecedoras del bien ciudadano, colectivo, alejadas de los necrosados imperios del dinero y el poder, aunque la tendencia actual sea justo la contraria. Per no hay más que comparar civilizaciones. La nuestra no pasará a la historia más que por la inversión de los roles del hombre y la técnica, para su posterior reconversión en el definitivo control del individuo por el Estado (como dijo Nietzsche, “el monstruo más frío de cuantos existen”, “el que miente en todas las lenguas del bien y del mal”). En cambio, la griega se seguirá estudiando, aunque el nuevo absolutismo europeo no quiera de ella más que la institutriz apolínea que conduce al individuo por los rectos caminos, o sea, sus caminos, mientras evita en lo posible cualquier tipo de aprendizaje o despertar próximo a lo dionisíaco, más erecto que recto, no vaya a ser que la adolescencia vuelva a ser lo que era y se corra en su cara, en su puta cara.
Hace falta más libertad. Pero no dentro de un orden, sino fuera de él, que es donde se saborean las pasiones eucarísticas del Dios Dionisio, la única fórmula para mantenernos eternamente jóvenes y la única posibilidad que tienen ellos para que nosotros le demos el visto bueno a su propia juventud. Y esto es trascendental: ellos, sin recibir nuestro bautizo, dudan hasta del valor absoluto de los diecitantos… tanto, que la depresión se ha convertido en la primera enfermedad juvenil. Y así no se debe empezar a vivir. No es humano que el divino tesoro se convierta en maldición.
Pd.: el año que viene daré las clases acompañado de guitarra.
JUAN CARLOS ARAGÓN