Toda mi juventud vino acompañada por una amante universal que sobrevivió a las de carne y espina, en el coche y en la cama: la cálida radio, la que me dio la compañía, la palabra, el calor y la paz. Entre mis programas y locutores favoritos —que eran casi todos— siempre sobresalía la voz profunda y tierna de alguien que contaba la noticia, la anécdota, el capítulo de la historia y el aviso de futuro de forma que parecía un dios menor dentro de una familia mayor, como velando mi carretera y mi almohada, inundando de humana serenidad el umbral de los días cotidianos. Igualmente despertaba sabiendo que el mundo también lo hacía. Sin conocerla, su gente se convirtió en mi insustituible pandilla de las tres estaciones, en el chocolate y el vino de cada día y cada noche, de quienes tanto aprendí bajo la máxima de escucharlos sin la inútil necesidad de hablar.
Confieso que uno de los mayores siniestros de mi doméstica emancipación fue la incorporación de la caja tonta a la cómoda del dormitorio, determinado por una falsa sensación de confort que parecía darme la imagen y que, progresivamente, se fue convirtiendo en motivo de ausencia del mundo y de mí. Enredado en el bucle del cuestionable progreso tecnológico, seguí creciendo en el error de que sofisticar más el modelo y las pulgadas podría aumentar el sentido del bienestar al final de la jornada. No calculé el fenómeno de la imparable debacle de los paradigmas televisivos. No tuve más remedio que ir completando el ritual del sueño con algún libro que compensara el sordo ruido y la deshumanización de aquel impostor cacharro que, sin darme cuenta, me iba devolviendo la soledad y el insomnio. No sé tú, querido lector, pero yo siempre mantuve algo de aquel niño que necesitó que alguien le contara un cuento antes de dormir. Pero un cuento bien contado y real, con la voz aquella que me permitiera ir cerrando en paz los ojos.
Con los años, me fue costando cada vez más trabajo encontrar aparatos de radio analógicos y de perfil antiguo que presidieran y sobreviviesen a los primeros tramos de mis indómitos sueños. Fui desplazando equivocadamente la radio del dormitorio al cuarto de baño y de allí al coche, para que la madrugada última y las primeras luces del alba me devolvieran a un mundo del que siempre quise formar parte hasta que la maldita televisión fue gobernando la mayoría de los ángulos privilegiados de todas las habitaciones de mi casa, dándose la dramática circunstancia de que, a medida que mejoraba la definición, más ambigua resultaba la noticia, peor situaba su centro de gravedad, mayor protagonismo cobraba la publicidad y más al margen del mundo me iba encontrando, hasta el punto de perder de vista aquella mágica realidad que me brindaba la radio a golpe de voz sin necesidad de imágenes amaestradas.
Durante los últimos años, fue subiendo de tono la sensación del gilipollas que perdía el tiempo y el lugar en el mundo, animado por la pandémica reconversión en tele basura de un porcentaje casi absoluto de la programación de todas las cadenas. Me costaba creer que empezara a darme igual lo que pasaba a mi alrededor, porque en la tele siempre pasa lo mismo, que es lo mismo que decir que cada vez pasa menos y que, lo poco que pasa, es mentira. Hasta que anoche, profundamente indignado por la impotencia de ver la tele reducida a la tertulia chillona y maleducada de malos actores bien pagados y de equipos de paparazzi que conciben todo cual culebrón macabro de patio de vecinos, decidí de una vez apagar los imbéciles plasmas y encender de nuevo la radio de nuestra vida, donde la noticia más simple se convierte en la fundación de Roma y la narración de cualquier gol parece la victoria definitiva. Con el dolor de no poder volver a sentir en mi alma el timbre del eterno Íñigo, he vuelto a correr de la mano de Aberasturi y Pepa Fernández, simultaneando su entrañable aprendizaje con la selecta música de Radio Andalucía Información. Ha sido como volver a aquella forma cándida y lúcida de ver un mundo en el que las estrategias informativas se han hecho tan inauténticas como el propio mundo que las celebra. Sólo falta el acompasado percutor de la máquina de escribir con el devenir del carro cual coro que envuelve la importancia de la letra impresa, tatuada en papel a golpe de tecla como juguete del pensamiento.
No es el rechazo reactivo de la técnica sino el regreso a unas perfecciones culturales que la era digital ha ido queriendo defenestrar en beneficio de otras más impersonales, más caras, más vulgares y menos barnizadas por el encanto del pulso de la mano del hombre que entiende por progreso solo aquella concepción de la técnica que le permite dominar el mundo en el que vive antes de que el mundo lo domine a él.
JUAN CARLOS ARAGÓN
Asi es, tan real y cristalino como el amor de madre. Sensacional tu artículo.