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A sus órdenes, mi Mariscal
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A sus órdenes, mi Mariscal

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Carlos Puértolas
Gaby Milito.
Gaby Milito.

Acudí una tarde de verano de 2005 a la Ciudad Deportiva. Allí esperaban muchos plumillas de postín, preparados para hacerle preguntas a quien más mandaba. Tímido, callado y acongojado por un tipo de voz rotunda y melena rizada grabé en un minúsculo reproductor de MiniDV cada palabra de su última renovación con el Real Zaragoza. Gaby Milito era el amo, el puto amo del equipo. Mandaba, ordenaba y dirigía, aquella rueda de prensa también. Hacía y decía lo que le daba la gana y, encima, todo bien. Al acabar la comparecencia, acudí a su encuentro para transmitirle el encargo nocturno de un periodista capitalino y caprichoso de la difunta Punto Radio. El Mariscal me contestó con un berrido, infinitamente peor de los que algún día emite Pedro Bellido en El Desmarque: “¿¿¿¿Se cree que si le he dicho no al Larguero, le voy a decir sí a usted????”. Jamás volví a cruzar palabra con este tipo, tan brusco aquella tarde como feroz en el centro de la zaga.

Quiero creer que su lesión de rodilla en la vieja Argentina, aunque parezca una estupidez, fue buena; que la revisión que le impidió fichar por el Real Madrid tan solo era un guiño del destino. El capitán de Independiente de Avellaneda con sólo 23 años, el zaguero más prometedor del fútbol albiceleste, pasó por la Casa Blanca como mero trámite antes de venir a su verdadero hogar, el Real Zaragoza. 

Quiero creerlo porque su fichaje fue una tragicomedia, una ópera bufa que a punto estuvo de devolver los huesos de Milito a Buenos Aires antes de ni siquiera saber dónde estaba Cuarte de Huerva, donde después residió junto a su mujer y sus hijos. 

La llegada a España en 2003 nada tuvo que ver con el carácter ordenado y serio del Mariscal. Aterrizó en el Real Madrid previo pago de 3.5 millones de euros pero no pasó los dos reconocimientos médicos a los que fue sometido por el Doctor Alfonso del Corral. Fue mareado con mil pruebas para finalmente decirle que no, que ese futuro merengue negociado y cerrado era simplemente una quimera. Allí, Del Corral y sus secuaces argumentaron que su rodilla no estaba preparada para la alta competición tras romperse en mil pedazos dos años antes. Los mentideros de Chamartín soplaron algo diferente. Florentino se había desenamorado de su juego tras verle en un desafortunado Argentina- Uruguay unas semanas antes de su llegada y buscaron una argucia con la que rechazar el fichaje de Gaby. El diario Marca tituló en portada con una frase del mandamás madridista: "Milito no vende camisetas"Pedro Herrera lo supo y echó el anzuelo en el Hotel Tryp Fenix Madrid. Le conocía. Le tentó. Y el besugo picó.

El calvo Herrera sabía de sus virtudes desde mucho antes de aterrizar en la capital. En sus numerosos viajes a Argentina se había enamorado de los rizos y, también, de su carácter rígido. Le había visto con el brazalete de Independiente y con la albiceleste sub-20, donde el capitán Milito mostró una pizca del mariscal que podía llegar a ser. Acertó. Herrera marchó hasta su casa donde se presentó como secretario técnico del Real Zaragoza e incluso le regaló una camiseta blanquilla que el futbolista guardó con cariño. Aquel obsequio fue el germen de lo que ocurriría poco después, durante el verano de 2003 en La Romareda.

Aquí se instaló un tipo de voz profunda y pies cuarteados, rodilla débil y juventud repleta de cicatrices. Con veintidós años había negociado junto a su hermano Diego, la liberación de su padre, secuestrado por cuatro indeseables a plena luz del día en 2002. 

En sus primeras palabras aclaró que no guardaba rencor al Real Madrid. La venganza se sirve en plato frío. Debutó el 31 de agosto de 2003 en su Romareda. Cada acción de aquella derrota ante el Deportivo denotaba una calidad suprema, un regusto elegante a la vez que autoritario, de aquí he venido a jugar y mandar, a poner orden en un club de locos. Y a ganar.

A su lado estaba un futbolista grandón de cabeza algo dispersa, Álvaro Maior. Milito le protegió, le argentinizó y le llevó por el camino correcto cuando la samba apoderaba la cadera del muchacho. Formaron una pareja excelente. Lo mismo que con un tipo de pelo rubio y bueno a rabiar, Gerard Piqué. 

Cuenta Piqué que en la última jornada de aquella Liga de 2007 en Huelva, con la UEFA en juego y perdiendo 1-0 al descanso, el Mariscal le recriminó que no estaba haciendo un buen partido. Gerard, con sus 19 años y ninguna vergüenza, le respondió que le dejara en paz y Milito acudió para agarrarle de la camisola y quien sabe si sacudirle una bofetada más que merecida. Pero el Mariscal resbaló y resbaló con los tacos sobre unas baldosas. Al final, furioso, se quedó en su silla, no sin vomitar una nube de gritos e insultos. Hoy ambos se ríen de aquella anécdota. Gerard cuenta que aprendió y mucho de su compañero, tanto en Zaragoza como en Barcelona años después.

Gaby, a pesar de lo que le recomendaba Heinze, jugaba con taco corto por temor a que el aluminio clavase sus dientes en el verde y un mal giro volviese a romper sus ligamentos. Milito fue el jefe en el centro de la zaga y también fuera. Junto a su mujer Silvina hizo mucho para la buena convivencia del grupo y unió a todos en comidas, celebraciones y disciplina. Mano derecha y mano izquierda. Palo y zanahoria. El resultado fue excelente para el grupo sudamericano pero siempre invitando al resto a participar en aquellos jugosos asados. Cuando hablaba Gaby, hasta las hormigas de la Ciudad Deportiva se ponían firmes.

Aquel grupo de peloteros se salvó gracias a un gol de Álvaro ante el Osasuna, in extremis. La Puerta14 lo celebró en un autobús, rumbo al territorio hostil navarro, donde pretendía acabar una carrera univesitaria. Quiero creer que hasta el conductor tocó el claxon al pasar por Zizur.

Semanas antes los habíamos tocado todos durante un día eterno en torno a los bares más infectos de los alrededores de Las Ramblas.  Los soldados estaban preparados para grandes batallas a las órdenes del Mariscal. La Puerta14 acudió a verlo. Montjuic, 17 marzo de 2004. Mil cervezas y millones de gritos agitaron la ciudad tras presenciar tres cañonazos disparados desde la montaña olímpica. Aquel 3-2 tuvo varios nombres, entre ellos el de Gaby que mantuvo a raya a un tal Raúl, un tal Figo o un tal Zidane. Fue el capo en aquel monte y estos tres muchachos y alguno más, un enemigo inofensivo. Poco después, caería también una Supercopa. Y cumpliría un sueño más por el que empeñó su vida: jugar al lado de su hermano Diego, el último gran rematador que ha vestido el '9' blanquillo.

Gaby jugó en Zaragoza hasta 2008 cuando el Barça llamó a su puerta. Ir al Camp Nou eran palabras mayores. Allí jugó poco porque las malditas rodillas le volvieron a fallar, pero Pep Guardiola le encomendó una misión mayor, llevar por el camino adecuado a un tal Messi. Milito le ahijó y convenció para que abandonase las luces que compartía junto a Ronaldinho y Deco en la costa y se mudó cerca de su casa en Barcelona. En palabras de Guardiola, jamás podría pagar la labor oscura que llevó con la Pulga.

Pero dentro le quedaba un quiste por cerrar. En los pasillos del Bernabéu y tras ganar al Real Madrid con Milito titularísimo se cruzó con Jorge Valdano, quien meses antes y durante la recuperación de su rodilla, había dicho con verbo fino que el tiempo le había dado la razón con aquel descarte en 2003. El Poeta mentía. Y si no mentía, aquella afirmación estaba fuera de los códigos del fútbol. Milito, junto a Puyol se lo dijeron a la cara Valdano, pero con verbo grueso. Eso y mil improperios más. 

Se marchó de Barcelona tras completar su misión y hacer a Messi el más grande. Ahora comienza a trabajar por un sueño: entrenar. Guardiola le tentó para marchar con él al Bayern pero su sitio está en Sudamerica, lo mismo que hizo como jugador antes de cruzar el charco. El Mariscal, primero quiere aprender entre soldados.

Milito nació en un país de fútbol. Más complicado lo tuvo Inchausti, un portero nacido en la tierra del béisbol. Pero eso es otra historia.  

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