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Don Simeón
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Don Simeón

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Carlos Puértolas
Imagen del estadio de Torrero
Imagen del estadio de Torrero

La Grada Joven hace ruido. Siempre. Durante noventa minutos y algo más, los pollitos de bufanda, gorra capada y camiseta se desgañitan animando a un puñado de muchachos desquiciados, en el momento más crudo del Real Zaragoza en sus más de ochenta años de fútbol.

Ante el Granada, hace unos cuantos sábados, esa grada (que reúne lo bueno y lo malo) tuvo unos segundos de decaimiento. Un momento de debilidad en la que sus ánimos se convirtieron en socarronería y, después, en protestas. Fue sólo un momento. Luego se redimió. En la noche más oscura de los últimos tiempos, la plantilla se acercó a los zapatos de la chavalería millenial al acabar el partido, en gesto tan tribunero para unos como necesario para otros. La grada joven mostró su lealtad y concedió un bonus extra de paciencia: Zaragoza nunca se rinde.

Ellos y ellas son hijos e hijas de lo que un día fue la Puerta14 y General del pie. El lugar donde los muchachos nacidos en los setenta y principios de los ochenta nos hicimos grandes. Hubo un tiempo en el que los Señor, Pineda, Aragón y Poyet provocaron esa misma ira y el mismo aplauso que ahora hace Zapater y Ros y Ros y Zapater, poco más. Y antes fueron otros y antes otros. Pero todos tenemos un padre. Una primera voz que se desgañitó animando a un grupo de Alifantes que pretendía subir a Primera división, y después a un puñado de Millonarios. Se llamaba Simeón Domínguez y durante décadas fue el aficionado más popular de la grada del Estadio de Torrero y después, de la recién nacida Romareda.

Simeón era minusválido, quizá el minusválido más popular de la capital del Ebro. La desgracia había explotado sobre su figura en 1938. Maquinista de tren de profesión, un petardo tremendo se llevó por los aires el vapor que conducía entre Calamocha y Cuencabuena. Le llevaron al hospital de urgencia en una ambulancia y de allí salió con la columna vertebral dañada para siempre, postrado en una silla con la que recorrió Zaragoza entera. 

Este señor orondo, apasionado y fiel residía en una cómoda finca de una de las zonas más glamurosas y exclusivas de la ciudad a mediados del Siglo XX, la Gran Vía. Felizmente casado, en su chalet vivía rodeado de multitud de macetas con plantas, flores y pájaros, con quienes mataba el tiempo entre visita al estadio y visita al estadio.

El tipo de alta alcurnia ni mucho menos era un aficionado de cuna. Su verdadera pasión eran los toros. Simeón presidía su propia peña taurina y jamás se perdía una buena corrida de Manolete o de Arruza en La Misericordia. No tenía valor de ver a Antonio Borrero “Chamaco” a quien, según él, Dios protegía cada vez que salía al ruedo. Un enamorado del arte de cuchares. En su juventud el fútbol sólo lo había visto de refilón; le llamaba el deporte de los chalados.

Cuenta que en su máquina de vapor había transportado a multitud de aficionados del Real Unión, desde Irún a Torrero y vuelta a tierras guiputxis. El Real Zaragoza le regaló veinticinco entradas para que invitara a todos los servidores de tren al Viejo campo de Torrero. Ni uno solo las quiso y Simeón las tiró todas a la basura.   

Pero todo cambió en aquel fatídico 1938. La Guerra Civil asoló España. Tras el accidente de tren y, mientras completaba su recuperación casi eterna en Zaragoza, no le quedó otra que relacionarse con sus compañeros de hospital. Allí sólo se hablaba de fútbol. A todas horas. En todos los niveles. Fútbol, fútbol y fútbol. Pelotón, pelotón y pelotón como trinchera social y desmemoriada frente a una guerra que sangraba todo el país. Y entre todos aquellos enfermos y heridos una figura fue definitiva para que ese primer apetito por el balompié se convirtiese en hambruna, el Doctor Julio Ariño. Este señor le atendió en el hospital y curiosamente, años después, presidiría todo un Real Zaragoza.

Una vez recuperado su invalidez ni mucho menos le impidió ir al campo. Cuenta que para asistir a su primer partido fue bajado casi en parihuelas por unos cuantos soldados franquistas desde un cuarto piso hasta el tranvía y luego, al viejo campo de Torrero. Cambió el fútbol por los toros. Desde su accidente acudió en muy contadas ocasiones al coso de Don Ramón de Pignatelli y demasiadas al fútbol. Hasta 1955 sólo faltó una vez, una lluviosa tarde y con La Romareda casi inundada y con La Felguera como rival.

Qué curiosa era su suerte que al Arenas lo dejó de ver porque pinchó las ruedas de su silla en dos ocasiones. Mal fario, pensó. Pero jamás sufrió ninguna avería subiendo a Torrero. Las piedras en el camino, la suerte o, quizá, el destino le dirigían sin remisión a ver a su Real Zaragoza. Y si pinchaba, que también le pasó, lo negaba para siempre. Mentiras piadosas.

En su silla había espacio para casi todo. Cuando el invierno se hacía más duro entre los hierros había espacio para una petaca con coñac, algún dulce o salado y lo que Simeón llamaba unos caloríferos.

En aquellos años de postguerra y hambre, la discapacidad era una anécdota en una España arrasada. En el campo de Torrero, Simeón Domínguez se colocaba donde buenamente podía, cuanto más cerca del verde, mejor. Tanto fue así que recibió varios balonazos de algún alifante con la mirilla desviada.

Aquellos años de postguerra y hambre, la discapacidad era una anécdota y Simeón Domínguez se colocaba donde buenamente podía, cuanto más cerca del verde, mejor. Tanto fue así que recibió varios balonazos que fastidiaron la dirección de lo que él mismo llamaba su coche.

Esos golpes suponían un mal menor porque donde de verdad sufría era en su débil corazón blanquillo. Una tarde, ante la Cultural, en la que el Zaragoza ganaba por dos a cero y acabó perdiendo por dos a cuatro a punto estuvo de volver al taller del presidente Ariño pero a recuperarse del tremendo disgusto. Por contra las alegrías compensaban todos esos sustos. En su memoria quedó para siempre como un Zaragoza de segundo eliminó de la Copa al que fue rey, el Athletic de Bilbao.

Saludado por muchos, admirado por más su personalidad destacaba muy mucho por encima en ese campo repleto de cemento y tierra. Tras atender a todos sus ojos admiraban profundamente a un tal Avelino Chaves. Este gallego de Verín, definitivo en la historia del Real Zaragoza, era su pelotero favorito: "Juega en todos los sitios y tiene una velocidad que, cuando se hace con el balón... es gol. Además, Chaves es interior de todas, todas. Si tuviera un extremo que le diera juego, con Ucelay de delantero... sería algo serio, sí, señor, pero que muy serio", dijo en una entrevista a Heraldo de Aragón en 1955.

Y si había que protestar, se protestaba. Sin remilgos ni paños calientes silbaba al colegiado como el que más cuando entendía que la decisión había perjudicado al Real Zaragoza de su vida. Don Simeón no era muy de entrenadores. Entendía el fútbol como algo de futbolistas. Los quería serios y de perfil discreto. Para eso Edmundo Suárez "Mundo" era el perfecto. Detrás siempre, hacía pero dejaba hacer.

Desconozco cuando falleció este ilustre pero le doy las gracias. Sin él, posiblemente la Grada de animación jamás hubiera concedido su perdón al equipo desesperado que bajó su cabeza en La Romareda.

Jamás la bajó un recopero ilustre, Santiago Aragón. Pero eso ya es otra historia.

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