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Todos los caminos llevan a Roma
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Todos los caminos llevan a Roma

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Carlos Puertólas
Andoni Cedrún, felicitado por el doctor Villanueva tras la eliminatoria ante la Roma (Foto: Elcierzodigital).
Andoni Cedrún, felicitado por el doctor Villanueva tras la eliminatoria ante la Roma (Foto: Elcierzodigital).

Las pesadillas deportivas se repiten una y otra vez. Son como ese ajo impertinente que rebota en la boca una y otra vez sin más orden ni concierto que los mil ángulos de nuestro paladar. Las pesadillas futboleras más. Son impertinentes. Malas. Indeseables. Y da igual los años que pasen, ahí permanecen como un grano desagradable en la punta de la nariz. Recuerdo la de Palamós y mi sangre hierve. La del Gloria Bistrita, cuando hicieron trizas a un orador con verbo espléndido y fútbol nulo. Otra en Villarreal, en una batalla vergonzosa. Y otra en Mallorca (pobre Manolo). Carlo Ancelotti, al italiano elegante, el tipo de clase que campeonó con el Real Madrid vomita cuando recuerda su visita a La Romareda en la Recopa de Europa el 1 de octubre de 1986. Tanto que casi treinta años más tarde, en 2013, cuando el Zaragoza estaba ya enfermito de un virus soriano, se atrevió a decir que los blanquillos eran uno de los clubes, capaces de acabar con el bipartidismo Barça-Madrid. Bendita ignorancia. Aquel equipo no podía siquiera retener su orina. Le quedaba nombre, orgullo y corazón, pero nada de aquel cartel ni de la calidad que mostró en Europa en noches como aquella. Una de octubre conquistamos Roma.

Fue como tantas otras noches, un mito. Todos estuvieron allí, aunque no estuviesen. Todos, 1.500 italianos también. La Romareda se llenó como en sus grandes partidos y eso que en la ida, aquella Roma del sueco Sven Goran Erikson nos había pasado por encima, no por fútbol pero sí quizá, por oficio. No era la mejor versión de aquel rival, cuentan las hemerotecas que sumaba más de 350 minutos sin anotar un solo gol. Los italianos ganaron sí, por dos tantos a cero, en un partido de Calcio por los cuatro costados, ante más de 60.000 hinchas. El Zaragoza, liderado por Rubén Sosa enmudeció al Olímpico con su hambre en el minuto 2 de partido, pero chocó una y otra vez ante un muro perfectamente construido, una losa de hormigón armado en la que Carletto era el mandamás de la escuadra, bien arropado por Boniek y Di Carlo.

Precisamente Di Carlo marcó el primero, casi desde su casa. Una falta botada desde más de cuarenta metros mediada la primera mitad dobló las manos de mantequilla del bueno de Andoni Cedrún. Y en la segunda parte, la zaga blandita del equipo aragonés no fue capaz de sostener las acometidas de Ancelotti y el bueno de Gerollin quien anotó el segundo. Aquel cuadro, creo, nos vino grande pero aprendimos mucho. Para ganar una gran guerra primero hay que perder unas cuantas batallas. Aprender. Y más un Zaragoza que no pisaba Europa desde que todo se retransmitía en blanco y negro. Habíamos perdido la primera pero no la guerra.

Zaragoza empezaba a oler a algodón y petardos. A flores y cachirulos cuando el 1 de octubre de 1986, la Roma viajó a la capital aragonesa. Durante sus primeros pasos en la ciudad, Erikson esquivó a todo y a todos. No quiso contestar a ni una sola pregunta de los Valeriano, Ortiz Remacha y compañía: “¿A quién ha traído en la convocatoria?” “Miren en el autobús” respondió el sueco con voz de digno. Había traído a dieciocho jugadores, la mayor parte de corte defensivo. Amarrar y nada más: “El 0-0 sería un resultado estupendo”. En la previa reconoció que el Real Zaragoza había jugado un partido estupendo en el Olímpico y que cualquier defensa iba a ser poca. Y eso que en la Ciudad Deportiva anunciaban que faltaría la columna vertebral del aquel Zaragoza. Luis Costa decía no podría contar con Rubén Sosa, Mejías, Casuco ni Juliá, los cuatro aparentemente lesionados. No era verdad, aunque más de treinta años después poco importa. Mentiras piadosas. Nadie en el club recordaba lo que era jugar miércoles y domingo con la máxima exigencia. Luis lo tuvo claro: “Sabemos de la capacidad defensiva de la Roma pero estamos capacitados para marcar goles, sólo hace falta tener la suerte que sí tuvo allí el equipo italiano y que le podamos meter un gol temprano. Será cosa de suerte”

¿Quién fue el más feliz? El presidente Beltrán. 40 millones fue el botín de una Romareda que cobró más caras las entradas a los tiffossi que a la gente de casa. Los socios entraban gratis.

Y llegó el gran día. Costa tiró de lo mejor que tuvo: Cedrún, Casuco, Juliá, Fraile, García Cortes, Güerri, Señor, Herrera, Yáñez, Rubén Sosa y Pineda. El técnico había mentido. La enfermería estaba más que vacía y aquel lloro era simplemente una trampa por lo que pudiera pasar. Con un dolor u otro todos estaban más que aptos para consumar el milagro.

La Roma engañó a pocos. Saltó al verde con el catennaccio más infame que se recuerda, en busca de que un 0-0 indoloro e insípido les diese el billete a octavos de final. No empezó bien el Real Zaragoza. Nada bien. Nervioso y precipitado, el desorden se apoderó de los blanquillos. Cedrún, que en la primera mitad pareció un flan, dejó dos balones muertos en el área y Pruzo y Desideri pudieron sentenciar la eliminatoria, pero se quedaron en nada. Aquello y los gritos de Luis Costa tranquilizaron a los pollitos, quienes bajaron el balón y lo más importante, se pusieron a pensar. Y crecieron, sin ocasiones claras, poco a poco el gobierno del partido se convirtió en local.

El premio a ese paso adelante llegó en el minuto 44, en el que muchos llaman el minuto psicológico: un balón suelto en el área lo remató con furia pero sin puntería García Cortés, la fortuna hizo que golpease claramente en las manos de Richetti y el colegiado no dudó. Señor cogió el balón, sin miramientos, y lo introdujo por la escuadra derecha del arquero. Pero no subió al luminoso. Nadie sabe qué se le pasó por la cabeza al bueno del inglés Courtney, quien mandó repetir el lanzamiento. Señor volvió a asumir la responsabilidad y esta vez, también, por el mismo lado, pero abajo, a la cepa del poste anotó el primero de la noche. La Romareda despertó. Aquello era Europa y enfrente estaba un ilustrísimo sin ganas de jugar al fútbol pero sí de llevarse la eliminatoria.

Aquel descanso no fue un descanso más. La gran estrella, Rubén Sosa se quedó en la caseta y fue sustituido por Ayneto. Menos pólvora pero más solidaridad a un equipo que necesitaba al menos un gol más. Precisamente él tuvo la primera, en el primer minuto y se marchó alta; la segunda poco tardó en llegar. En el 48, cuando de nuevo, el inglés Courtney señalaba sin duda ni vergüenza los once metros. Nella había zancadilleado a Pineda. De nuevo Señor. De nuevo el área, el tercer penalti, esta vez rasito y por el centro, se marchaba al fondo de la red.

El partido se detuvo. Los dos equipos, sabedores de que ni uno ni otro habían ganado se dedicaron a nadar y guardar la ropa, a arriesgar nada por lo que pudiera pasar. Pudo anotar Yáñez pero la repelió el portero y otra pifia de Cedrún a punto estuvo de ser el 2-1. Hubo coraje y poco fútbol. Miedo a perder, miedo ganar y ni una sola ocasión más clara de gol. Hubo de todo hasta la prórroga.

Entonces, en esos treinta minutos extra, poco a poco, se empezó a entonar el bueno de Andoni. Atajó ocasiones con seguridad y, de un manoplazo, ahuyentó los fantasmas que habían volado por la portería blanquilla. Había portero sí, por fin. Nadie se marchó a casa. Nadie. La última de la Roma acabó en la grada, salió Mejías y el colegiado señaló el final, justo cuando el gaditano iba a botar un córner. Teníamos que jugárnoslo todo. Todo. Todo. Todo, en los penaltis.

Cedrún sería el héroe

Luis Costa buscó caras, rostros. Sabe, como sabio que es, que quien no quiere lanzar se esconde entre masajistas, vuelve la cara y mira al suelo. Y sin embargo, los valientes, sacan pecho. Encontró a cinco: el primero García Cortés, lanzó casi con el alma, por el centro. Tancredi no movía un pelo y el balón rebotaba en su mano. Mal empezaba todo. Y peor un minuto después: Desideri, por la derecha batía a Cedrún. Le tocaba a Mejías, por la izquierda, abajo, anotaba el gol. Giannini volvía a adelantar a los romanos y Pato Yáñez, a la segunda tras repetir el penalti por hacer una paradina, a igualar el luminoso. Baroni casi mete a Cedrún en la portería y Ayneto respondía por la izquierda. No había margen para más errores pero sí para más paradas. Boniek tiraba por la derecha y la fortuna del vasco, quien se tiró a la derecha detuvo el esférico. Era el empate y la Romareda bramó. Los más pequeños se subieron a la valla para ver el tercer penalti anotado por Señor, a la cepa del poste derecho, donde no habitan las hormigas. La presión estaba ahora en los pies de Carletto, el bueno de Carletto, quien, como todos los grandes peloteros, como ese mismo día Maradona con el Nápoles, erró. No erró, la paró Andoni, en una pena máxima calcada a la anterior, sacó una mano tremenda abajo y entonces, la Romareda cayó. Todos se amontonaron encima del vasco que casi muere aplastado por el delirio.

Estábamos en octavos de final pero aquello era más. La Puerta14 había ganado su primera guerra.

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