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Yordi

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Carlos Puértolas
"Yordigol" celebrando uno de sus tantos con la camiseta del Real Zaragoza

En el banquillo nadie está cómodo. Nadie. Ni los amigos, ni los enemigos, ni los compañeros de partido. Nadie. Uno cuchichea, el otro tiene dolor de espalda, el otro raja y el de más allá duerme. Es el lugar donde pusieron asientos cómodos para culos inquietos. Un partido, dos y diez, cuando uno de dentro falla, el entrenador se vuelve a los pollitos sentados y les abronca “Que es para corregir y no lo hagáis así de mal”. Maldita sea tu estampa piensan todos. Bueno, todos no. Todos menos uno. Sí, un tipo espigado y grandón era el suplente ejemplar. Siempre con una sonrisa, el vasco Txetxu Rojo lo calificó como el mejor suplente del mundo, el mejor que había visto en su vida. Yordi sonrió una tarde en Sevilla, caído se levantó y certificó una Copa maravillosa.

Yordi nunca ha sido Jordi. Yordi es Yordi. Este muchacho de Cádiz pronto hizo las maletas para jugar a orillas del Nervión. Allí se formó como delantero a la antigua usanza, de esos de pelear y luchar cada balón, retener las líneas atrás y ser menos habilidoso con los pies. Metió goles, muchos, dieciséis en su última temporada en el filial del Sevilla. Llámó la atención de un Víctor Espárrago necesitado de un rematador que acompañaba al ilustre Suker y a los bandoleros Prieto, Martagón y Jiménez. El que caso es que apostó por él, a la desesperada frente a un Mérida un 27 de marzo de 1996. Salió, vio y marcó. Doce minutos después de saltar al campo, anotaba un tanto que de nada sirvió en el luminoso pero sí para él. Cinco partidos más con la elástica sevillista y una llamada del filial del Atlético de Madrid de Segunda División. Y allí, sí, se salió.

En el Cerro colchonero fue donde se ganó ese apodo de Yordigol. Anotó diecinueve en un equipo entrenado por un zaragocista ilustre, el Lobo Diarte. Eso no le sirvió para tener oportunidades en el primer equipo, más allá de media horita. Tocaba marchar, coger la A-2 y detenerse en un Zaragoza en plena reconstrucción tras el atracón de París. Un tipo joven, con más hambre que nadie y con un perfil de futbolista diferente a todo lo que había en el primer equipo. Él reconoce que aquella operación la vivió con un entusiasmo tremendo.

Debutó un 31 de agosto de 1997 en Balaídos en sustitución de un ilustre fracaso, Pier Luigi Cherubino. Sólo una semana después y también desde el banquillo, anotaba su primer gol como zaragocista frente al Real Oviedo. Aquello le dio una confianza absoluta. Querido por la parroquia su popularidad creció como la espuma, sumada también al fallido fichaje de Pier. La comparación era casi obscena y siempre acababa ganando el gaditano frente al canarión.

Un año después llegó aquella campaña, junto a Txetxu en la que el Zaragoza estuvo a unos minutos, algo de suerte y unos errores arbitrales de ser campeón de Liga. Rojo contaba que rendía más saliendo desde el banquillo que como titular, por delante tenía un tipo de ilustre nombre: Savo Milosevic, pero no se amilanó. Minuto que salía, minuto que mordía y se reivindicaba. Hoy reconoce que todo lo hacía por jugar y que el ambiente logrado por aquel entrenador vasco, las bromas más pesadas de José Ignacio, sus escapadas encima de una barra cuando sí se podía y las órdenes de Paco y Aguado aquel año fue estupendo. Las comidas grupales fueron comunes en un grupo compensado al que los resultados le permitieron navegar siempre con el viento a favor. Yordi estuvo en el archiconocido 1-5. En aquella Liga de los Raúl, los holandeses y Aimares, un equipito sacrificado y solidario estuvo a punto de conquistar una Liga.

Pero aquello no fue lo mejor. Llegaría un año después, a pesar del tropezón del Wisla Cracovia. El Real Zaragoza con Yordi, de nuevo como argumento cuando todo se ponía gris oscuro, casi negro se salvó en el último suspiro ante el mismo Celta, con un gesto sincero de nuestro capitán al capitán vigués cuando milagrosamente, empatamos a uno con gol de Jamelli. Aquella noche dejó una permanencia y un divorcio. En el minuto 15, con todo en juego, Juan Eduardo Esnáider se marchaba a la calle sin más explicación que una rabieta casi infantil. El ambiente estaba tremendamente enrarecido y el argentino, quien había sido uno de los artífices principales de una permanencia casi milagrosa, se alejaba de todo y de todos con una roja difícil de explicar. Luego explicó que jamás dejaría tirado a un equipo. Y yo le creo. Esnáider, todo hambre, todo colmillo, se portó como nadie un día caluroso de verano en el que un enclenque con camisa blanca debutaba para hacer un micrófono inalámbrico en El Alcoraz. El caso es que días después, el día de más calor que hemos vivido y viviremos, nos presentamos en La Cartuja sin delantero centro puro. Y allí estuvo él, de nuevo, desde el banco, de nuevo desde su lugar natural para sentenciar el duelo con un tanto casi cayéndose ante Cavallero pero levantándose. El mismo Yordi cuenta quiso regatear al portero, que le tocó el balón, que tropezó con la pelota y su mano, pero vio que el balón se quedaba ahí casi congelado. “Me levanté rápido. Había que marcar”. Y lo metió: 3-1 y la Copa a nuestra vitrina.

Cuenta que aquella fue su noche más especial. Un andaluz, en su tierra levantando una copita a la salud de toda su gente gaditana que se había desplazado a la capital. El gol más importante de su carrera.

Aquella felicidad fue efímera. Dos meses después de la gloria comenzó el año más difícil de Yordi en Zaragoza. No lo quiere ni recordar. Rojo volvió al banquillo y con él volvieron los goles, siete en los primeros once partidos de Liga. Pero La Romareda pedía más y más, el proyecto gripó y el vasco se fue a la calle. Con Costa, con Milosevic de nuevo fichado en invierno, Yordi tenía que salir. Se recibieron buenas ofertas por él y puso rumbo a las Inglaterras, a la casa de Alan Shearer, el Blackburn Rovers. La llegada de Marcos Alonso y la batalla de Villarreal las siguió por televisión, con gesto triste y preocupación, aquel desaguisado había que arreglarlo con ascenso inmediato.

Sus goles fueron definitivos junto a Paco Flores. Anotó quince, e incluso el lujo de hacer el primer y único hat trick de su carrera. Fue ante el Elche en una victoria por 5-2, cuando el ascenso se rozaba, casi, con las yemas de los dedos. Yordi, amigo del día y de los atardeceres, fue el chófer del trenecito del equipo en aquel ascenso en la sombra y no sobre el verde.

Aquel verano llegó Villa. Un muchacho con hambre y calidad, con ganas y con un futuro rojo y gualda. Pero Yordi se mantuvo en su sitio, siempre con ganas de aportar cuando llegasen sus minutos ocupó el banquillo en Montjuic. No aportó fútbol en la final, pero sí en cuartos, frente al Barça de Rijkaard. El holandés quitó a Ronaldinho y los culés se desconcertaron. Yordi hizo una volea sensacional y el equipo se clasificó. De la final cuenta que, en el descanso vio miedo en el rostro del Madrid. Un equipo que sólo sabía ganar aplastando era incapaz de responder a un grupo de personalidad arrolladora. La Copa, de nuevo, se vino a casa.

Yordigol tan solo anotó un gol más en Liga y, al final de temporada, tocaba salir tras 59 dianas en el zurrón. Hizo las maletas, rumbo a Getafe y luego a Mallorca donde nada salió bien. Tocaba volver a casa, a relamerse las heridas de esas dos experiencias fallidas. Y encontró refugio en Xerez y, después en Córdoba. Cuando volvió a Zaragoza siempre fue recibido con una ovación excepcional a uno de los nuestros. Se había marchado Yordi y con el Córdoba volvió Jorge, nombre de guerra que adquirió en homenaje a su hijo. Nadie sabía que con la zamarra andaluza estaba vestido un zaragocista más, quien, en la sombra celebró como todos el ascenso del equipo a Primera División ante un rival salvado de cualquier peligro.

Colgó las botas y se marchó, tranquilo y satisfecho por haber sumado siempre, cada minuto sobre el campo. Desvinculado del fútbol, con el carné de entrenador, hoy permanece desvinculado de un fútbol donde delanteros como Yordi están en serio peligro de extinción.

De peligros sabe y mucho Manolo Nieves, pero eso ya es otra historia.

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