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Uno y de los nuestros
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Uno y de los nuestros

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Carlos Puértolas
César Láinez en el banquillo de La Romareda (Foto: Daniel Marzo).
César Láinez en el banquillo de La Romareda (Foto: Daniel Marzo).

A la Puerta 14 le encanta que le regalen el oído. Que le hagan la pelota. Que el mundo sepa que el blanco, el azul y el león en el pecho ganan. Le gusta que le adulen los de fuera, la gente de otros clubes y otra latitudes. Recuerdo una noche de verano en la que un periodista de renombre, uno de los mejores, Manolo Lama, dijo: “Ese portero es muy bueno. Seguro. Tranquilo. Ese portero es bueno”. Lo soltó una noche de agosto, en el micrófono de la Cadena SER, tras el enésimo blocaje de César Láinez en el Bernabéu a los tiros de un Madrid campeón. El Real Zaragoza jugaba ante la merengada, la Supercopa de aquel lejano 2001. Poco o nada hablaron más de nuestro equipo. Láinez jugó un partido serio, seguro a pesar de la derrota por 3-0. Era nuestro portero y era de la casa. Y que agasaje una voz como la de Lama a uno de los nuestros, es mucho.

Láinez siempre me pareció un tipo sencillo. Un muchacho que simplemente, jugaba al fútbol, como un panadero hace pan, un mecánico arregla coches o la Puerta14 escribe historias. Nada más. Este zaragozano de mandíbula batiente siempre tuvo claro que quería ser portero. Siempre. Desde que era un mocoso de 6 años en el recreo del Colegio de Santo Domingo de Silos. César tuvo un lapsus en categoría alevín, una debilidad. A todos nos gusta meter goles, de eso no hay duda. Tenía un zapatazo tremendo y, desde donde fuese los marcaba con facilidad. Pero esa debilidad quizá fue más débil que el propio destino y César, en infantiles, volvió a colocarse bajo el larguero.

Y ahí, con sólo quince años, un sabio le dio la noticia de su vida, más que una noticia, una predicción: “muchacho, tú jugarás en el primer equipo”. De portero a portero, de veterano a jovencito, Manolo Nieves jugó a pitoniso y acertó. Aunque costó. Mucho. Porque no todo fueron buenas palabras ni facilidades. El calvario con las lesiones comenzó precisamente ahí. Con apenas quince añitos, pisó una chaquetilla de chándal y se destrozó la rodilla por primera vez, tan solo unos días antes de ser internacional con la sub-16 en el Campeonato de Europa. Esa sería su pesadilla, la maldita rodilla, las malditas lesiones. De esa se recuperó, de las palabras de Manolo Villanova, una tarde oscura en Cadrete, le costó un rato más.

Láinez engallado por haber entrenado con el primer equipo un puñado de veces se sintió más de lo que era. La voz de otro sabio, decidió darle un caponazo que le achicase. Era otra tono, no tan amable como la de Nieves pero igual de sabio, el de Manolo. El gran Manolo le recordó que para llegar al verde de La Romareda merecía tirarse al barro de la Tercera, el mismo en el que se habían criado los Vitaller, Costa, Nieves, Villanova y todos. César captó el mensaje.

Trabajó. Mucho. Aquí y allí. A los porteros de casa siempre les ha costado más triunfar. Mucho más. Viajar fuera para demostrar lo que a algún loco le costó menos. A Zaragoza llegó, de la mano de Txetxu Rojo un portero sudamericano grandón y torpe: Faryd Camilo Mondragón. En la Puerta 14 nos ilusionamos muy mucho de aquel fichaje al recordarlo del álbum de cromos del Mundial de 1994. Nada. Nos equivocamos. Paró poco y su llegada tuvo efectos secundarios. Desplazó a un César que marchó a Villarreal a demostrar lo que aquí no le dejaban. Y allí debutó en Primera. En Balaídos, un 7 de febrero, frente al Celta de Vigo de un ilustre, Víctor Fernández y con derrota. César cuenta a El Periódico de Aragón que no notó el cambio. El balón es redondo, el campo tiene áreas y las porterías miden prácticamente lo mismo.

Después de tres partidos en Villarreal, tocaba volver, junto a Rojo y en dura competencia con un internacional: Juanmi, quien bien merece una Puerta14. Su debut en el Real Zaragoza fue tremendamente raro. El equipo viajó a Mallorca y Láinez, en el viaje, sufrió un pinchazo en la espalda. Le dolió. Mucho. Más. Sincero y noble, se lo transmitió a Txetxu Rojo quien le dijo que estuviese tranquilo, que Juanmi jamás se lesionaba ni era expulsado. El desenlace de la historia fue casi kafkiano: en el minuto 4, el cartagenero se marchaba a la calle. Todos los ojos miraron a Láinez, sabedores de su lesión. Pero César no dudó. Salió al campo y cumplió con creces. El Zaragoza empató a un gol a pesar de acabar con nueve jugadores. De Rojo siempre tiene buenas palabras, nunca tuvieron una relación estrecha pero fue sincero: debutó e incluso medió con Iñaki Sáez para que participase en el Europeo sub-21, logrando una medalla de bronce.

Pero lo especial para un canterano es debutar en casa, en La Romareda. Eso tardó más en llegar, una semana después fue titular en el Sardinero, el día del desmayo de Prados García frente al noble Ceballos. Juanmi era titular, íntimo, compañero de habitación y confidente. Una noche de concentración, el campeón de la Recopa comenzó a sufrir fuertes dolores, en su abdomen. No cedían. Los médicos del club se lo llevaron a Quirón para operarlo de apendicitis. Juanmi cedió los trastos a un Láinez que, veinticuatro horas después, debutaba, por fin ante la Real. Y allí se quedó también contra Osasuna y contra el Celta de Vigo, el día en el que el equipo se salvaba del infierno y Esnáider se marchaba para siempre.

Y una semana después, llegó la Copa. 30 de junio, Sevilla. Calor y emoción. Muchos contra pocos. Los valientes allí. César pensó que no iba a jugar. No lo tenía en mente. Luis Costa les dijo que tenía más que claro quién iba a jugar como titular. A pesar de la magnífica semifinal ante el Atlético de Madrid, había preparado su culo para los magníficos sillones de La Cartuja. Pero no. Él era el titularísimo. Y ahí se plantó, bajo palos y bajo un sol abrasador.

De Sevilla hay demasiadas cosas que contar: Costa apostó por Gurenko, dejó en el banco a Aragón y Garitano y en el minuto 4, Mostovoi hacía el primero. El de Silos pensó que le iban a hacer un carro, que aquello era una lluvia que sólo acababa de empezar. Pero se equivocó. Los Paco, los Aguado y los Jamelli (y también los Láinez) se echaron el equipo, el estadio y la final a la espalda. El Real Zaragoza conquistó la quinta. César reconoce que debe mucho al gran Luis Costa.

Como a casi todos de aquel grupo, sólo un año después, llegó su peor episodio en un campo, el descenso con una imagen bochornosa. El peor. La batalla salvaje de Villarreal, en la que Láinez fue partícipe y sacudió a muchos. Acuña, Juanele, muchos dieron una imagen vergonzosa y de la que seguro están tremendamente arrepentidos.

Tocaba bajar al infierno, con humildad, trabajo y sobre todo, carácter. De aquel año cuenta, junto al incomprendido Paco Flores, que el ambiente en el vestuario era inmejorable. Todos fueron a una desde el principio, desde el primer minuto. Los Cuartero, los Cani, los Soriano, los Generelo, los Espadas y los Láinez supieron redirigir al grupo por la senda correcta. Cuenta César que el espíritu aragonés resultó esencial. Y a ese espíritu se unía la calidad de Juanele, Galletti o Galca. Sí, Galca. De Soriano cuenta que el primer día, el canterano escribió en una pizarra que necesitaban 72 puntos. Victoria a victoria fue sumando puntos hasta que llegaran a esa cifra mágica. La mañana del tren, en la previa de Albacete, el Real Zaragoza con 72 puntos clavados, volvía a Primera División.
Y César no se arrugó en la elite. Campeonó en Primera otra Copa del Rey, la de Montjuic. Campeonó también frente al Valencia en una Supercopa histórica, junto al debutante Zapater. Ganó y cumplió, siempre al cien por cien, eso era innegociable. Nada más.

Pero la rodilla, la maldita rodilla volvía a hacer de las suyas. Tenía 28 años y la mitad de ellos los había pasado encima de una camilla, con rehabilitaciones tratamientos y dolores. César decidió parar. En la campaña 2004-2005, César había decidido que aquella sería su última temporada a la sombra del larguero. Lo paladeó todo. Cada instante, cada entrenamiento y cada parada. Todas. La última vez que se puso bajo palos fue un amistoso en Castellón. Cuajó un gran partido y Víctor le dijo que le veía bien para jugar el domingo. Láinez dijo no. Su fútbol había acabado. El entrenador intentó convencerle para seguir, le llevó a comer pero su decisión era inamovible. Lo mismo que el Director deportivo, Miguel Pardeza, quien le invitaba a seguir como segundo portero. Pero no. Un abrazo fue el mejor reconocimiento.

El más especial llegaría días después, en la sede de Pikolín. Alfonso Soláns le llamó a capítulo. Le confesó que ni un solo trabajador (y por allí hay muchos) renunciaría a una oportunidad así, que eligiese un puesto en el que trabajar: director deportivo, ojeador, entrenador de porteros, lo que le diese la gana. Láinez también renunció. Quería olvidar aquello, pasar página. Entre lágrimas, Soláns le dio otro abrazo enorme.

Se sacó el carné de entrenador, fue monitor de spinnging y comentarista de mil retransmisiones en radio y televisión. Y entre envidias de trileros y rajadores nocturnos, saca la cabeza y aprende. Él es tremendamente exigente. Recuerden que sólo se puede jugar al cien por cien.

César Láinez en su época como entrenador del Real Zaragoza (Foto: Daniel Marzo)
César Láinez en su época como entrenador del Real Zaragoza (Foto: Daniel Marzo)

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