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El mejor segundo
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El mejor segundo

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Carlos Puértolas
Manolo Nieves
Manolo Nieves

Nunca he entendido cómo dos porteros del mismo equipo son amigos inseparables. Sencillamente porque en el fútbol de hoy, y hasta que la International Board diga lo contrario, sólo juega uno. El otro, el suplente, el reserva, el 13 o el 25, tan solo recoge cuatro migajas poco generosas de la hogaza futbolera. Y encima tiene la obligación de hacerlo bien. Sus domingos son diferentes. Asiste a la charla, se viste, se enfunda los guantes, salta al verde cuando no hay nadie en la grada, calienta a su compañero que recibirá todos los aplausos y se retira a su sillita sabiendo que si no cae una bomba atómica, no hará otra cosa que apoyar su culo en los cómodos sillones del banquillo. Incluso algún entrenador insolente se permite el lujo de abroncarle cuando algo sale mal en el verde: “por si sales”. Maldito seas. Por todo eso, me sorprende todavía más la relación entre dos grandes: Juan Luis Irazusta y un enorme que jugó mucho pero también estuvo sentado, el segundo futbolista en toda la historia que más temporadas vistió la camiseta blanquilla: Manolo Nieves.

Nieves e Irazusta se trataron como dos hermanos. Inseparables también fuera del verde tejieron una relación fraternal, tanto ellos como sus esposas. Fueron un rara avis en esto del fútbol. Compartieron habitación, vivencias y experiencias durante ocho temporadas jugase quien jugase. Siempre una sonrisa. Siempre una buena palabra. Siempre. Nunca un entrenador lo tuvo tan fácil y a la vez tan complicado para elegir al arquero. Y eso que les intentaron colocar a mil porteros, o a dos mil, (incluido el bueno del madridista Junquera, también buen amigo y vecino en los alrededores de la Clínica Quirón, con el menisco roto) para romper ese equilibrio.

Un zorro sacó su hocico en el norte. Avelino, siempre Avelino marchó a Langreo en busca de un portero que amarrase la última etapa magnífica, los últimos bocados del mejor menú en ochenta años de historia. El jefe de todo le había visto en la costa asturiana a las órdenes de un íntimo: Luis Cid Carriega. Nunca vio a Avelino. Sabía que estaba pero él sólo supo que la habían puesto el ojo cuando el anzuelo ya estaba sobre el agua. Picó. Y vino a Zaragoza en marzo de 1968 con sólo dieciocho años y a sólo cinco partidos de acabara la Liga. El club, en plena decadencia, aludió a una lesión de Alarcia para lograr una ficha libre en la que asentar los primeros pasos del siguiente proyecto.

Un poco se asustó, y más cuando vio en el vestuario a aquellas vacas sagradas que habían ganado todo y gobernaban el vestuario como les venía en gana. Se encontró un equipo con cinco porteros: Yarza, el lesionado Alarcia, Rodri (quien decían las malas lenguas era gafe fuera de La Romareda), Aldea e Izcoa, del filial. El mejor de todos y el que más mandaba era Carlos Lapetra, entonces lesionado. Cuenta Nieves que era un espectáculo, el mejor pelotero que ha visto en su vida y a quien apenas era capaz de dirigirse con un escueto “buenos días”. Nada más.

Nieves debutó en Copa de Ferias, un 23 de octubre de 1968 frente al Aberdeen con derrota que se subsanaría dos semanas más tarde, con 3-0 en el partido de vuelta en La Romareda. Dos temporadas después y con Nieves asentado en la titularidad, el equipo se marchaba a Segunda División. Lo que pareció un ocaso, después resultó un amanecer. Con el bonachón Iriondo en el banquillo (tras sustituir a Rosendo Hernández y al interino Juan Jugo), una temporada repleta de subibajas y nervios mil, el equipo volvía donde merecía: la Primera División.

Cuentan de Iriondo que al final de los entrenamientos centraba para que Planas y compañía batiesen a Nieves. No tenía pie, sino un muñón y ni un solo centro era potable para batir al meta asturiano.

Había comenzado una nueva época: la alineación se la sabían casi de carrerilla: Nieves, Rico, Manolo González, Royo, Planas, Violeta, Rubial, García Castany, Iriarte, Roy y Soto. Y a las órdenes de un viejo conocido, Luis Cid Carriega, quien le había dirigido en Langreo. Y después llegó Arrúa, Don Saturnino Arrúa y de nuevo la ola creció.

Y todo acabó, como siempre, con otra depresión. Con Müller en el banquillo, Nieves bajo palos, Jordao y Planelles (quien se negó a jugar porque el verde estaba mojado y él sólo jugaba en seco) como fichajes estrella y el bueno de Arrúa con el bastón de mando (quien negociaba con Zalba primas, hermanas y sobrinas e incluso se echó una novia secretaria del club), la nave naufragó. El vestuario era un polvorín. Cada falta y cada penalti eran una batalla entre ambos. La de Salamanca sólo fue una de las mil que tuvieron. La plantilla se dividió y el Zaragoza se marchó a Segunda División.

Llegó Arsenio. El primer día le dijo a Manolo Nieves que él estaba para subir al equipo, como fuese, y así lo hizo. Mandó. Echó broncas y se enfrentó a una Romareda acostumbrada a comer ternasquito y no pescado hervido. Sesenta goles a favor y otras tantas pitadas para un grupo que jugó a nada pero que fue capaz de subir como un muelle de Segunda a Primera. Nieves valora al gallego como un tipo serio, que sin su seriedad y su verbo, posiblemente, no hubieran sido capaces de ascender.

Nieves comenzaba su última etapa. De Boskov guarda un gran recuerdo. Un tipo grande que los hizo más grandes. No tanto de su salida. Demasiados años en el club no fueron comprendidos por una directiva que, tras hablar con Eugenio Vitaller en el Endesa, decidió despedir a Nieves por carta. Una carta. Nada más.

Manolo se olía. El otro Manolo, Manolo Villanova, entrenador del equipo, había pactado rotar a los porteros pero con Nieves no cumplió. Aquello rompió la relación entre dos leyendas del zaragocismo. Villanova, que formaba un núcleo más que duro de cenas y amistad con Irazusta y Costa e incluso padrino del hijo de Nieves, quizá, presionado, no fue sincero en aquel envite. Nieves salió del equipo. Pasaron dos, tres, cuatro años hasta que se solucionó y volvieron a ser casi hermanos.

Entrenó al primer equipo un solo día. Con Espárrago en la grada, en Alicante, ordenado desde la grada por Pedro Herrera y el bueno de Espárrago. Nunca quiso liderar nada, siempre por detrás, siempre fuera de focos, ayudó a un club en el que ha estado toda la vida, de una manera u otra.

Confidente de jugadores, fue el apagafuegos de la quinta de París. Racionó con maestría la información a los Víctor, Ildo Maneiro, a los Espárrago y a su amigo Luis.

Cayó en el ERE sin honores, aunque él lo cuenta como una lotería. Cayó un portero excepcional a los 64 años y nueve meses. Le despidieron, le pagaron y se jubiló un portero y una buena persona.

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