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Cuando fuimos los mejores
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Cuando fuimos los mejores

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Carlos Puértolas

Y aquella noche llegó. Llegó. La noche y la madrugada. Era nuestro día. El momento. El día D. La hora H. Aquella era nuestra noche. El 10 de mayo de 1995 todo el país era un poco blanquillo, quizá, seguro que porque el Real Zaragoza jugaba bien. Muy bien. Había ganado a los más grandes y democratizaba el fútbol europeo antes de que el dinero televisivo lo volviese a transformar en una dictadura. Aquel equipo era excelente. Rozaba lo sublime. Y además, sabía sufrir y mucho, tras el parto largo y doloroso de Stamford Bridge. Pero nada valía si aquella noche, fallaba. Las finales no se juegan, se ganan. Lo saben los grandes. El Real Madrid, el Barça o el Bayern de Munich. El Liverpool y la Juventus. Y eso lo deben saber el resto de equipos y sus aficiones. En una final se va a ganar y punto, del segundo nadie se acuerda. Aquel era nuestro momento y había que disfrutarla desde la hora del desayuno, desde el mismo miércoles en el que los de allí, los afortunados, se fueron a París en autobús, los de aquí marcharon a la Plaza de Toros y al Príncipe Felipe, el resto lo vimos en familia. O solos. Existen esas opciones. Quienes pretenden compartir sentimientos o los que prefieren pasar ese parto, solos. Sin impertinentes alrededor ni voces que adelanten jugadas. Sabiondos. Entrenadores frustrados. Periodistas frustrados. Listos. Tontos. Y pesados. Porque existen muchos pesados. La Puerta14 no estuvo en París pero lo vio en un sofá y rodeado de los suyos, los nuestros. Hablemos del 9 y el 10 de mayo, en París.

El mismo lunes, con Juanmi casi descartado, Solana recuperado de unas molestias e ilusión a raudales, el equipo viajó a París, a un discreto hotel a escasos metros de las instalaciones del París Saint Germain, en las afueras de la capital francesa. Allí dos Fernández intercambiaron impresiones, Víctor y Luis, entrenador del PSG y, después machote en el Athletic de Bilbao. Viajaron los veintidós. Todos a la ciudad de la luz. Mientras, en la del viento, se preparó la fiesta. En la Plaza de Toros ese mismo día se instalaron tres pantallas gigantes para que miles se agolparan en el albero para verlo en La2 de TVE. El precio, 300 pesetas y un regalo rodeado de barras con las que empapar la tristeza o la gloria. A penas unos kilómetros, otra fiesta, abarrotada, en el Pabellón Príncipe Felipe por 400 pesetas y organizada por el Ayuntamiento. Lleno hasta la bandera.

Porque aquel grupo tenía hambre. Esa era la diferencia: el hambre, las ganas de morder, las ansias por triunfar frente a un Arsenal que tardó un día más en llegar a defender un título que ya había conquistado en 1994. Los ingleses habían recuperado in extremis a sus jugadores más importantes: Ian Wright, quien había marcado un gol por partido en aquella Recopa, Adams y el portero del bigotito, David Seaman. Llegar a una final había sido casi un milagro, enfangados en mil líos y a 35 puntos del líder de la Premier, el Blackburn Roberts. El ex entrenador George Graham había sido acusado de quedarse 85 millones en traspasos, su delantero Paul Merson confesado una adicción a la cocaína y el alcohol y el entrenador Steward Houston, le habían tildado de necio. Ahí es nada.

Y a todo eso, había que añadir la estadística: ni un solo equipo había repetido triunfo en sus 35 años de historia y el Arsenal había triunfado en Copenhague un año antes. Para soltar presión, el club organizó una visita turística, en la que según dicen, se enteraron de poco. De nada. La relajación la aportaba el presidente Alfonso Soláns Serrano. El jefe se vistió con el chándal del equipo para entrenar e incluso montó en la moto de un policía galo. Él y el gran Sergi, quien junto a Nayim, grabaron todo y fueron de diferentes maneras, definitivos para que la Recopa fuese nuestra. Uno en el campo y el otro, con su bufanda, en la grada tras saltar mil controles de seguridad.

Porque el otro partido lo jugaban 17.000 valientes que se agolparon en los alrededores de la Torre Eiffel. Aquel fue el punto de quedada de todos antes de invadir la grada Boulogne del Parque de los Príncipes. Un solo incidente: un aficionado apodado “Supermaño” recibió un botellazo y le hicieron una brecha, contra su voluntad le cosieron, a toda prisa para asistir al partido. Allí se ganó. Por mucho. Fueron ellos pero estuvimos todos. El bufandeo del que tanto presumimos, coloreaba el estadio de blanco y azul.

Ya en el calentamiento, la caldera ardía y a uno, su tobillo le estalló. Juan Esnáider se torció el pie y la articulación adquirió dimensiones de jarrón chino. Pero un tipo como él, con más hambre que dolor, calló y saltó al campo junto al resto: Cedrún, Belsué, Cáceres, Aguado, Solana, Aragón, Nayim, Poyet, Higuera, Pardeza y Esnáider.

Y costó entrar en el partido. Porque el Real Zaragoza no fue el Real Zaragoza durante la primera parte. El juego eléctrico se vio cortocircuitado por un Arsenal inferior pero ordenado. Las finales pesan. Mucho. El balón, que debía circular como una pluma, caía a peso plomo en el verde del Parque de los Príncipes. Lo único que volaba era el graderío. En lugar de jugar el balón, lo rifaba y caía en la trampa del intercambio de golpes físicos contra un muro. No había otra que cambiar, que transformar aquel plan trabado en el juego de siempre. Sólo en la recta final, en los últimos minutos y sin identidad, el Zaragoza bajó el balón al suelo y jugó. Y sólo con eso llegó un gol anulado a Miguel Pardeza y dos ocasiones de Belsué y Juan Esnáider.

Víctor redefinió el partido en el descanso. Primera regla, adelantar las líneas 15 metros y, sobre todo, que el balón no podía circular a más de un palmo del verde. El Zaragoza estaba dispuesto al intercambio de golpes. La tuvo Higuera y la tuvo Pardeza pero también la tuvo Wright. Poyet se colocó de tercer punta y en los diarios catalanes se acordaron de la final que perdió el Espanyol frente al Leverkusen en la Copa de la UEFA. Alabaron aquello y, de paso, le sacudieron al entonces seleccionador Javier Clemente. Incluso califican a Víctor de futuro seleccionador de España. Ese era nuestro partido, el de los valientes. Sólo había una solución: el gol.

En el 68 Esnáider, el del tobillo hinchado, el del hambre y la furia, disparó un zurdazo desde su misma casa, tremendo, espectacular, hacía el 1-0. Si no hubiera existido Nayim, este sería el gol de de todas las finales.

Y entonces, entró miedo. En lugar de lanzarnos más arriba, el equipo reculó esos 15 metros. El Arsenal era el campeón y como tal, se lanzó arriba. Un mal marcaje, un desajuste lo aprovechó su mejor jugador en el 75, Hartson, para hacer el empate a uno.

Ambos equipos se respetaron. El colegiado tiró de la ley de la compensación. Perdonó un penalti al Arsenal y otro al Real Zaragoza. Perdonó por un lado y dio por otro. Un cabezazo de Aguado lo desvió Seaman como pudo a la madera y de ahí fuera. Y así todo. El final parecía escrito para los más grandes.

Llegó la prórroga, el respeto, los nervios a no perder y el pánico a ganar. Un detalle horroroso, quizá sin pretenderlo: el fútbol no se portó bien con Jesús García Sanjuán. Uno de los más zaragocistas de la plantilla, que había salido un minuto antes del zapatazo de Esnáider, fue sustituido en el minuto 114 por un especialista desde los once metros, el zurdo Geli. En la televisión se señala así mismo Nayim “¿Yo?” pero no, no le tocaba. Sólo le tocaba cambiar de banda. Llorando. Jurando. Rabiando. Se refugió en el banquillo y allí no vio lo que ocurriría después, precisamente desde la banda derecha.

Y un detalle curioso en el minuto 118: en un zapatazo a la grada de Cedrún el balón lo tocó una leyenda: Platiní. Paco Lobo Carrasco, en las ondas de la Cadena SER dijo: “Esto lo gana el Zaragoza, Platiní es el tipo con más suerte del mundo”.

En el 119, sí, Juan Esnáider estaba solo. Un pase al centro era medio gol. Sí, fue una locura. Sí, fue casi una excentricidad. Desde su casa, miró arriba, y todos chutamos. Cincuenta metros no son nada. Y él, Mohammed Alí Ammar “Nayim” lo hizo. Y lo metió. Fue nuestro gol. El gol. Y eso desató la locura más absoluta. Desató abrazos de todos con todos. De Pardeza con Víctor en el medio del campo, Arjol dando saltitos y Cedrún que recordó lo de Chilavert, prudente y solo, bajo el larguero. Una montaña por encima del ceutí y una ciudad levitando. Nada más duró. Nada. El partido acabó y ahí se desató la locura. Lo que ocurrió después, ya es otra historia.

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