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El día más feliz
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El día más feliz

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Carlos Puértolas
Celebración de la Recopa
Celebración de la Recopa

La alegría, la satisfacción, el júbilo, la felicidad son metas y fines que cada uno intenta alcanzar en algún momento del día, de la semana y de la vida. Cuando llega, la disfrutamos, cada uno a nuestra manera. Unos estallan en un millón de risas y sonrisas, los gritones; otros lloran, los emocionados; otro puñado simplemente sonríen, los tímidos; y unos cuantos disfrutan del silencio más absoluto, los raros. Aquel 10 de mayo cada uno hizo lo que salió de dentro. Y el 11, también. Era la felicidad de una ciudad, una comunidad y un país entero visto desde mil aristas diferentes. Arjol dio saltitos, Geli y Aragón cayeron al suelo, Víctor se abrazó con todos, Cedrún con nadie y Pardeza se agarró su testa. Y así los millones de personas que aquella noche habían visto aquel milagro en La2 de Televisión española. Un milagro en forma de tiro bombeado y seco, desde casi 50 metros, ladeado, casi mágico. Con Esnáider solo en el centro y tantos y tantos apagando la televisión para no ver la lotería de los penaltis. Pero aquello entró. Éramos campeones de la Recopa de Europa, campeones de Europa de campeones de Copa y había que celebrarlo.

En televisión no se vio el momento final. El realizador mostró una y otra vez el bufandeo de la grada y las mil repeticiones de aquel gol para la historia. Sí se escucha el pitido del árbitro Piero Ceccarini y la primera imagen guarda tristeza y dolor. Sí. Sin parangón. La melancolía vende más que el júbilo y enseñó cómo los jugadores ingleses, impertérritos al Nayimazo, se desvanecían en la hierba. Y dolor, la de uno de los nuestros, Gustavo Poyet, a quien los gemelos se le subieron a la altura de la nuca, y un hombre serio, el mítico utillero Goyo, los colocó en su lugar. Cuando el dolor aprieta no hay espacio para la fiesta. Fue cuestión de segundos. Porque un minuto después, en la siguiente aparición, con todo en su lugar, el uruguayo lloró como un niño pequeño entre babas junto titulares, suplentes y peloteros que se habían quedado fuera de la lista pero no del triunfo como el riojano Íñigo Lizarralde o el gran Sergi.

Lo siguiente fue pura deportividad. Esnáider, el tipo más corajudo, con el tobillo hinchado como un globo y tras su ración de lágrimas, felicitó uno a uno a todos los jugadores rivales, incluso se abrazó a su víctima David Seaman. También Belsué acudió a su grupo, como Aragón, como Víctor, como casi todos. La deportividad fue total. Y en la grada resonó el alirón: “Campeones, campeones”. Lo siguiente en llegar fue el merchandising. Cada jugador tuvo su bufanda, su recuerdo. Para la Puerta14 fue un momento de humanizar las marcas y las modas, de acercar la grada al verde con símbolos que hasta ese momento solo llevábamos nosotros y nadie más.

Y víctima de las modas fue la entrega del trofeo. Esta vez no tocaba subir sino que los mandamases bajaran. A la Puerta14 le encanta el paseíllo entre el graderío, que la gente arrope y roce a sus héroes, pero cuestiones de televisión o yo qué sé qué, entonces el césped acogió al escenario. En apenas cinco minutos, operarios montaron un gran soporte por el que debían ir pasando uno a uno los futbolistas. Primero pasaron ellos, a recibir la medalla del subcampeón, no hay chapa más amarga que esa. No hubo pasillo del ganador al perdedor, eso sí, el fondo Boulogne del Parque de los Príncipes gritó “Arsenal, Arsenal” con un inglés del Ebro.

Nos tocaba a nosotros. El primero en subir, el capitán Miguel Pardeza, con una imagen inexplicable: la de nuestro jugador, que no sabe dónde meter la cajita con la medalla y la Recopa a la vez y le pega un bocado entre los dientes. Y así, mordiendo, alzó la Recopa al cielo de París. El siguiente fue Alberto Belsué y quizá esa sí representó la imagen para siempre. Un aragonés y zaragocista hasta la médula, que empuña el trofeo a una mano y lo ofrece al fondo blanquillo, mientras con el otro da un golpe al aire. Era uno de los nuestros ofreciéndonos el título a nosotros. Y así todos: Santi Aragón, García Sanjuán con un cachirulo al cuello, con el que quizá, se había secado las lágrimas frustrantes, Solana, Aguado, Nayim, Loreto, Cáceres y todos. Todos. El último, Juan Eduardo Esnáider. Y tras ello, de nuevo, el aplauso fue para los seguidores del Arsenal de todo nuestro equipo excepto uno, Belsué quien despistado correteó con la copa por el centro del campo. Salió Alfonso Soláns, quien bajó desde el palco y botó ante la mirada de por ejemplo la infanta Elena o el presidente del COE Juan Antonio Samaranch, Cáceres se subió al larguero, Sergi cogió un megáfono y aquel éxtasis, acabó. El Real Zaragoza había preparado nada en París. Nada. Ni una cena, ni un local, nada.

Y ante esa falta de previsión, en una ciudad que duerme, cada uno se buscó la vida como pudo. Nayim tenía hambre. Cuenta que subió a un autobús de aficionados para que le llevaran a algún lugar donde cenar y tras mil abrazos hasta con le guía le llevaron a un restaurante de pasta fresca y lambrusco. Cedrún, con la camiseta del Arsenal para su hermano puesta y del revés, se acordó de Induráin y de sus celebraciones en el barrio de los italianos y allí acudió. Cada uno como pudo, con su familia, acabaron en el mismo lugar en la que hubo más champagne que comida. Y no encontraron discoteca ni local en el que continuar la fiesta. Lo celebraron también en silencio. Cuenta Cedrún de un paseo por el Sena a las cinco de la mañana con una copita en la mano. Ese silencio parisino lo quiso romper Sergi, y a punto de ser detenido por escándalo público por la Gendarmerie con su megáfono, medió Poyet para que pasase la noche en casa y no en el cuartelillo.

Aquí miles y miles de personas lo celebraron donde siempre. La marea, los cláxones, las bufandas alzados en la Plaza de Toros, en el Príncipe Felipe, en cada casa y en cada bar tenía un destino: todos sabían dónde ir, a qué lugar acudir. Nuestra plaza de España, sin vallas y sin nada. Zaragoza no durmió. Pero tampoco Madrid ni Barcelona, donde cuatrocientos aficionados lo celebraron en la fuente de Canaletas.

Pero quedaba el once de mayo. Quedaba que esa chapa plateada viajase a casa, a nuestra casa. Aquella mañana amaneció con portadas recurrentes como Remaños o Recopazo u otras más pensadas como la del Times inglés quien decía “Encima fue él” aludiendo al pasado de Nayim como jugador del Tottenham, enemigo íntimo del Arsenal. Aquello acabó de convencer a un incrédulo: Alfonso Soláns Serrano, quien hasta aquel 10 de mayo creía les habían engañado con el canterano del Barça.

El equipo aterrizó a las cuatro y cuarto de la tarde y ya en el aeropuerto la marea de gente era incontrolable. Los aficionados rompieron el cordón policial y se abalanzaron cuando el avión abrió su portón. Los primeros en bajar fueron Cedrún y Belsué. Y también Sergi y su megáfono. No hubo un metro sin un aficionado gritando, desde el mismo aeropuerto, escoltados por coches y motos alrededor del autobús, hasta la Romareda y después a la plaza del Pilar. Hablan de 200.000 personas. Lo nunca visto. Lo nunca soñado. La Recopa fue ofrecida a la Virgen del Pilar junto al arzobispo de entonces, Carmelo Borobia, y después tras escuchar un cuadro de jotas como banda sonora para amenizar la espera, tocó lo más grande, salir al balcón del Ayuntamiento. Aquel día fue fiesta. Los negocios se tomaron un respiro, como los estudiantes y los funcionarios. Como todos. Todos.

El maestro de ceremonias fue Sergi López que dirigió el barco sobre una alborada de cabezas. Sólo cabezas. Con su camiseta azul, su bufanda de Ligallo fondo norte y su verbo suelto. Y dio paso a todos. Todos hablaron. Y Cedrún, como hizo un año atrás, prometió un título, esta vez le tocaba a la Supercopa. Y no cumplió. El Ajax de Kluivert, de los de Boer y de Reiziger nos ganó. Habíamos ganado sí. El sueño era más y más pero nadie sabía que ahí, aquella tarde, todo absolutamente todo, había acabado.

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