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Manu González
La afición del Real Zaragoza muestra sus bufandas antes de que comience el duelo ante el Madrid (Foto: Daniel Marzo).
La afición del Real Zaragoza muestra sus bufandas antes de que comience el duelo ante el Madrid (Foto: Daniel Marzo).

Domingo de fútbol. Juega el Real Zaragoza. La misma rutina de siempre. Dejo a medias la siesta. Cojo la bufanda y un jersey fino por si acaso, aunque en la calle hace 25 grados. "¿Adónde vas? ¡Al fútbol! No son ni las cinco ¿el partido no era a las nueve?". Sonrío ante la pregunta. Hay que hacer una buena previa ahora que se puede estar en una terraza al sol y que LaLiga se va a acabar; luego lo echaremos de menos.

Camino despacio por Gran Vía. Ya se ven las primeras bufandas,  padres con sus hijos, parejas de novios, un grupo de preadolescentes llenos de ruido y acné. Uno siempre mira a los chavales de la ESO con nostalgia, mi pasado reflejado en ellos. El ambiente en las calles tiene un color invisible para el no futbolero, daltónico ante las miles de señales de que hoy es un día especial. El zaragocismo vive enganchado a la tensión por escapar del Infierno, y esa esperanza que se vive en cada día de partido la convierte en algo dulce.

Por el camino hay algunos dilemas. ¿Radio o música? ¿Martín Martín o Frutos Secos? ¿Terraza o botellines de un euro en el pub de la City? Recuerdo años atrás cuando eramos un saco de supersticiones. Si te compras un donut y el Zaragoza gana, el sábado siguiente llévate la caja entera o será tu culpa que pierda. Teníamos rituales que nos acercaban a la victoria. Coger siempre la misma manta en invierno, sentarte en el mismo asiento, tirar al suelo la bolsa de pipas porque el anterior partido había marcado Sergio García justo después de derramar sin querer unas cuantas.

A mitad de camino, otro clásico: pararme para abrir la cartera y ver si he cogido el abono. O preguntarles a estos que si ya están. Hace un día genial, un sol veraniego y sopla brisilla, se está muy a gusto en la calle pero aún falta mucho para el partido, podría ser ya. Al pasar delante del turco pienso con gula y lascivia que de vuelta a casa celebraré los tres puntos con un buen kebab para llevar a casa. Y si se pierde, pues para consolarme.

La tarde avanza mientras caen las jarras, y ocurre lo de siempre en las previas: se está tan bien en la terraza que el partido podría ser dos horas más tarde, ya habrá tiempo para que se decida la jornada. Pero no podemos detener el tiempo y
avanzamos con la riada de gente hacia los tornos de la Romareda. Los Ligallo y la chavalada del Gol Norte están apurando sus litros y cubatas, así que tampoco hay mucha cola. Menos mal, porque la ansiedad que genera estar en la fila y escuchar los rugidos del público cuando el partido es casi peor que un gol en contra.

En La Romareda la vida tiene sentido

El abono pasa a la primera y una vez que entras al estadio, todo es posible. Las dudas acumuladas durante la semana se rompen en mil pedazos y solo hay una certeza: vas a evadirte durante dos horas en tu hogar: la misma masa, mismas caras, misma música, mismos ruidos, misma camiseta. Un sinfín de pequeños rituales que juntos forman un ecosistema muy personal: hoy es domingo y juega el Real Zaragoza. Lanzas un rugido al aire cuando saltan los jugadores y la megafonía recita el once que has mirado 2000 veces durante la previa.

Por muy perdido que estés durante la semana, por muchas dudas que tengas, La Romareda asoma como una certeza. Es algo que va más allá de lo deportivo por mucho que sean los grandes partidos los que más uno desea. El sutil beso de vaselina de Javi Ros contra el Racing; el gol de pillo de Luis Suárez ante el Girona anticipándose al portero; los zambombazos de Nieto cuando el rival se cierra por dentro; el frentazo de Guti para inaugurar el marcador contra el Sporting; los centros con forma de plátano de Soro; los prodigios de Cristian Álvarez bajo palos (no hace falta ir a Lourdes para ver milagros). Todas las calles de Zaragoza y todas las carreteras de Aragón desembocan en un mismo punto donde durante dos horas todo parece tener un mínimo sentido. Por mucho que luego te marque el rival. Por mucho que el partido acabe y vuelvas a enfrentarte a tus miedos. El árbitro pita pero siempre puedes soñar con la siguiente jornada.

He despertado. Ojalá volver pronto a la Romareda.

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