El aplauso

Admito que me sorprendió la ovación que buena parte de La Romareda tributó al Zaragoza al término del partido ante el Cádiz. Quiso el graderío reconocer así el esfuerzo de los suyos, que, con dos jugadores menos, plantó cara al rival aunque nunca llegó a enseñarle los dientes. Ese aplauso fue señorío y honradez pero también bonhomía y condescendencia, derivado quizá del hastío y el eterno hartazgo que del que, desde hace tiempo, es presa el zaragocismo.

Porque el Zaragoza nunca fue un vendaval. No podía serlo con nueve y lo tenía difícil con diez, pero no lo fue ni mucho menos con once. No es el equipo de Natxo un canto a la épica, a la garra, al carácter o a la personalidad. En realidad, es todo lo contrario: un equipo en continua y desesperada búsqueda de sí mismo, una identidad vacía, un alma en pena. Por eso, La Romareda aplaude un mínimo derroche de corazón con el sueño de estar ante el despertar de  ese león manso y sin fiereza. Por eso, el zaragocismo celebra casi cada saque de banda en línea de tres cuartos. A eso hemos llegado. A eso le han abocado.
Han pasado casi dos días desde aquel aplauso pero todavía resuena. Para orgullo de unos y sonrojo de otros. Palmadas que premiaban solo esfuerzo. Reconocimiento al sudor y al coraje tras un partido –uno más- tan ridículo como las autoexpulsiones de Verdasca y Cristian. Ovación de gallardía tras soportar otro arbitraje dantesco. Ese aplauso tras derrota. Ese aplauso raro.
Y todo con el equipo a tiro de piedra del descenso y cada vez más lejos de los primeros. Palmadas al viento a un equipo al que siempre hay que buscar en la segunda parte de la clasificación. Un Zaragoza indigno que apenas ha sido capaz de ganar dos partidos en casa y cuatro en todo el 2017. Cuatro. La Romareda nunca habría permitido semejante afrenta de no ser perfectamente consciente de la situación actual y saberse cada rincón del infierno como la palma de su mano. Atrás queda aquella exigencia que hizo grande al Zaragoza. Ahora, la afición aplaude un 0-2, no hay rastro de pañuelos aunque su equipo no gane casi nunca ni le ofrezca gran cosa. La Romareda aplaude porque está como loca por hacerlo y porque, con todo, sigue empeñada en soñar. Por favor, que nadie más se atreva a pedirle paciencia. Job no tuvo tanta.