Rudrón, el río que alimenta las endrinas
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Eskaintza: Al cartero Tomás, de Bañuelos del Rudrón, que con su con su coche nos liberó de un trozo de asfalto. Cita: Sigue cargando la lana, Rudrón, aunque el Ebro se lleve la fama
De espaldas a cualquier mirada, va sabido el hombre que el camino debe hacerse al revés, o sea, primero, caminar por lo alto del cañón, y luego, penetrarlo con enorme dificultad, no en vano el río, cuando desciende camino de Valdelateja, luego de pocos kilómetros de andadura, da vida a una vereda salvaje donde el quejigo, en cuanto a especie arbórea, es el rey, y a su servicio, muchos pajes, a saber, encinas, enebros, sauces, sargas, álamos, alisos, fresnos, mostajos, árgoma, aulagas, brezos, helechos... y chopos allá donde el camino se ensancha.
El Rudrón, en fin, que desagua en el Ebro, se atiene fielmente al refrán en aquello que éste dice que “algunos cardan la lana y otros se llevan la fama”. Poca fama tiene el Rudrón, le gana el Ebro de manera exagerada, pero yo digo que el regreso de esta expedición, paralelos a las aguas del río que tomó su nombre del término prerromano “Urzón”, será un discurrir selvático que en nuestras andaduras fluviales no tendrá parangón... Si tocaba Barrio-Panizares como inicio, nosotros, por cuestión de carecer de vehículo propio y tener que depender del amable servicio de Roberto, a la sazón dueño y señor de la casa rural Los Tilos, edificio del siglo XVIII donde nos hallamos alojados, bella casa que desciende de un asentamiento de pastores, por no tener coche, se decía, debemos conformarnos con que nos dejen en Moradillo del Castillo para iniciar la expedición, meta para Enrique del Rivero, salida para nosotros, ascendiendo poco a poco a San Andrés de Montearado por un camino pelado y grijoso, cuántos como yo, cuántos como ella antes que nosotros buscando el alto caserío que se asienta en la ladera desde la que se contempla el río hundido, encajonado, vuelan las águilas y los buitres, nadan las nutrias, acechan el corzo, el lobo y el jabalí.
Alcanzado el pueblo, las casas se ordenan en pendiente, semiocultas entre la naturaleza. A salvo de inclinaciones, está el hombre, este que escribe, el que adora su pañuelo (aquel del Zaragoza y el gol de Guerrero que nos metió en la ´Champions-Luis´) porque el sentirlo en su cuello es sentirse en la gloria. El jersey, viejo, de muchos años (tantos como para poder alcanzar aquella Facultad de Leioa y su equipo ´San Informando´ que lideraba Jose Iragorri)...y esa expresión misteriosa del que no se sabe si goza o padece. Más arriba aún, que el pueblo no es cima de nada, donde la llanura nos avisa de la bóveda arbórea del Cañón, aparece ese ser femenino, secreto de mis sueños, de pie, delante de la hojarasca, detrás del circo, paredes de farallones, circo inclinado en gracioso decenso, graderío sin gradas ni espectadores. Sentada en el borde de la cumbre, la muchacha, que no tiene miedo, se convierte en ave que de pronto se echa a volar para contarle a él, que se quedó subido en un peñasco, cómo es el fondo del Cañón cuando se ve desde los cielos... una vez que la muchacha se pose en la campa, de espaldas a mí, en actitud como de castigo, mirando hacia una especie de cueva sin puertas que la naturaleza trazó en la roca que se asoma a los abismos.
Descendidos al nivel del mar, o sea, del río, la vereda es estrecha y amable, herbosa, con ´be´, y también hermosa, con ´eme´, un árbol sin ramas para que el que perdió la esperanza no encuentre en él ayuda para el suicidio. Delante del árbol, yo; a su derecha, unos tejados; al fondo, naves, no de barco, ni de río, aunque deberían, naves de iglesia son, la de Barrio-Panizares, o casi mejor si digo, y así acierto, la de Hoyos del Tozo, pequeña, con espadaña, canecillos y curioso portada, todo ello de indiscutible aire románico.
Para corroborarlo, alguien nos señaló, Tú, a un lado de la puerta; tú, al otro, puerta azulada que ella abarca con su altura y yo supero con mi cabeza que contacta con los arcos de piedra que se forman hasta contar cuatro. Se abrió la iglesia, no se abrió, preguntadle a ella, que disfruta de una memoria prodigiosa para las pequeñas cosas...
Como es Otoño pleno, el camino que ella recorre desde Hoyos hasta el inicio del Cañón está salpicado de hojas que cayeron de los árboles caducos. Quieta como está, serena, aprovecho para preguntarle, una vez más, En qué punto del recorrido nos detuvimos para robarle al ramaje sus endrinas, frutillas moradas que, en compañía de trozos de canela, granos de café y trozitos de limón, se macerarán en licor de anís hasta convertirse en el delicioso patxarán que degustan los delicados paladares que no tienen prohibido el alcohol. En alegre discusión, hace unos días, yo defendía la arriesgada tesis de que los frutos les fueron robados a las ramas en lo más profundo del Cañón; ella, en cambio, argumentaba que las endrinas las habíamos recolectado entre pueblo y pueblo, a sus afueras. Sea como fuese, aquellas ´endrinas del Rudrón´, así denominadas por mí, tuvieron ya hace tiempo su momento para el derrame de los días y las noches. Hoy, apenas un cuarto de botella queda de aquel trabajo de artesanía que los expertos califican.
Ya cerca del Cañón, donde los chopos y los alisos nos traen los olores del río, se nos aparece, como en ocasiones precedentes, un perro de esos con cara de bueno, blanco él, con la sien y las orejas de un claro marrón. Ocasión como ésta, propicia, según ella, no conviene desaprovechar. Asi que, ni corto ni perezoso, me pongo en cuclillas y sujeto, a la vez que acaricio, al perrro del cuello y de la cara. Yo, tenso, él, inquieto, somos la antesala del prodigio que nos sucede: con un fondo de impresionantes farallones, la vegetación, en descenso, se va apretando, densa, voluminosa, pesada, hasta llegar a rozarla levemente, a ella, mujer que busca el agua, porque se sabe río, o las endrinas, porque añora su edad infantil de primitiva recolectora. Como pudo salió del otoño enjarado hacia un camino superior en el que una roca le sirve de banqueta. Desde ella, mochila entre las piernas, vara en mano, parece dialogar, o, más bien, arengar al perro, que, por su cuenta y riesgo, ha decidido seguirnos en nuestro recorrido por el salvaje Rudrón donde una angosta vereda se convierte en la mejor avenida o alameda, que álamos también crecen con la ayuda de las aguas. Alameda, y en el centro, yo, sujetando por el cuello a este perrillo de manera tan engañosa que parece que lo quiero ahogar, cuando, en realidad, no hago otra cosa que darle cariño a manos llenas.
No es ´de aguas´ el perro; es más bien de páramo, pero méritos ya hace para ser acuático, valiente animal que no tiene miedo ni a las corrientes ni a las surgencias ni a los rápidos ni a las pequeñas cataratas. Es un todo terreno de esos que, teniendo mucha calle hecha, cuando ven un ser humano se vuelven sociables en grado sumo, y de ahí sus maneras de oso al apoyar sus manos en los muslos de la mujer y tratar de alcanzar con su hocico la cara femenina que se aparta en sonrisa como si tuviera reparos en recibir en su mejilla el delicado lengüetazo del bicho.
Ahora, que están jugando al oso bueno que le pide a su dueña la miel, se esconden en un bosque por el medio del cual discurre liso el Rudrón, sin movimiento de saltos ni ruido de alharacas. Es manso el río... como mansa es ella, que por momentos busca la vegetación sobre tierra seca. Y la alcanza, y su logro trae consigo descubrir de nuevo el farallón por el que trepan las ramas como si fueran hiedra escalando una mansión. Dentro y fuera; fuera y dentro: el juego se acaba y la última jugada es para mí, balsero sin nave que sueña, gracias a ella, con la Cuba de Fidel, el Ché y los suyos, pero que tiene que conformarse, de momento, con asirse a un delgado tronco que nace de lo profundo del río; otros dos, muy juntos, paralelos, le hacen puerta para que el agua, que viene brava, de un corto salto penetre en la ´portería´ sin meter ruido...
Así es el Rudrón, así fue: mucho ruido en la memoria de ese morir en Valdelateja...y pocas nueces en el cesto, yo diría que ninguna; endrinas, sin embargo, sí, todas aquellas que cupieron en una bolsa de plástico, endrinas que el tiempo dentro de una botella de vidrio exprimió. Hoy, apenas un cuartillo de patxarán al servicio de las bocas, que se decantan por otro más joven cuyas endrinas fueron robadas a la tierra allá por el Alfoz de Santa Gadea, donde Carrales es un hayedo, e Hijedo, el monte más frondoso.
Por Luis María Pérez, 'Kuitxi', exfutbolista, mendizale, narrador de viajes y periodista