La montaña es del que la trabaja en silencio
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Luego de quince años de fútbol en mis piernas, un conocido me dijo que yo no había sido jamás futbolista, ya que no había sido capaz de superar ni el listón del Club Portugalete ni el de la Tercera División. Y se quedó tan ancho. Convencido de que la condición la otorga la categoría; y la ilusión: la fama y el dinero.
Si este hombre se enterara de que a día de hoy me siento montañero “de los pies -del Serantes- a la cabeza” -del Teide- me replicaría:”¿Montañero?... ¿tú, que no has conseguido superar los 3718 metros del cráter de un volcán?... Para él, en su coherencia, montañeros de verdad son “el Juanito” y “la Pasabán”. Oiarzabal y Edurne, sí, que logran, una y otra vez, alcanzar el cielo.
Y a sus puertas llaman. Y como nadie les abre, porque su hora aún no les ha llegado, se dan la media vuelta e inician el descenso hacia la tierra, que es Katmandú. Donde, desde hace 50 años, vive una anciana de 87, “Miss Holy” le llaman los nepalíes, la “notaria del Himalaya”, a la que visitan y, previo beso en la mano, le cuentan sus hazañas con sinceridad y “alguna mentirijilla”. Acabado el
ritual, le dicen “see you” y vuelan derechitos al hospital de Zaragoza con la cara hecha un cromo y esa tristeza melancólica originada por el recuerdo de tantos dedos perdidos.
El miércoles 28 de abril, a una hora imprecisa de la madrugada, el montañero mallorquín Bartolomé Calafat dejó de respirar cuando se hallaba solo y perdido, abandonado por la “Diosa de la Abundancia” a cuatrocientos metros de la cima del Annapurna que había coronado y comenzado a descender.
No me rasgo las vestiduras cuando los montañeros que, habiendo convertido el ascenso a las columnas de la tierra en una profesión, en el ejercicio de la misma perecen. Y cuando la tentación me acerca a las tijeras, pienso en aquel pánico que me atenazaba cuando, tumbado sobre la roca estrecha y esquiva, agarrado a ella como el niño de meses que se aferra al pecho de su madre, transité, arrastrándome como una oruga, el paso del diablo que une, en el parque de Urkiola el pico Alluitz con el resto del cresterío que culmina en el Anboto.
A cuenta de la pasión, agonía y “dulce” muerte del deportista “Tolo” Calafat, ríos de tinta han navegado por mis ojos. He leído. Y mucho. Según los “Gurús” de la mochila y los crampones, con el paso del tiempo, los sherpas del Himalaya y el Karakorum se han convertido en mercenarios del porteo y el socorro con el corazón de piedra; una especie de sucesores del mítico Sísifo pero con
derecho a huelga cuando intuyen en una misión un riesgo letal.
Junto a ellos, y hasta que la muerte los separe, caminan los occidentales ondeando la bandera del romanticismo, dignos herederos de los pioneros que se acercan al Himalaya extasiados, para, una a vez a punto la ceremonia, celebrar el ritual de la escalada con un halo de misticismo que roza lo espiritual. No me lo creo. Y, además, me reitero: no seré yo el que esté con el alma en vilo por los que compiten retando a la muerte; por los que alardean de su gesta o venden su fracaso. O mueren.
Y cuando las lágrimas tratan de abrirse paso por el desfiladero de mis ojos, pienso en el Curavacas palentino, pico y monstruo de roca verde y viscosa en el que, sin más tecnicismo que unas botas boreal (el resto, vestido de calle), en el hombro me puso su mano la muerte. Presa del miedo, no medí el riesgo cuando desde la diminuta cornisa a la que había llegado dando tumbos por un callejo decidí saltar sin red y al vacío.
Un poco de nieve y otro tanto de hielo. El resto, ese caos inmenso que empieza donde acaba la hermosura: precipicio, abismo, o sea la nada cuando uno se despeña con la certeza de convertirse en un saco de huesos. Salvo resulté. Salta al oído. Que no sano: de tono mortecino las falangetas de los dedos de mis manos. Moradas de dolor, como si recién los hubiera metido en la herida del pecho lanceado de Cristo.
Como fruta podrida me dijo el médico que se desprenderían de las ramas de mis dedos. Se equivocó el galeno: la prueba es vuestra fe en el que os lee. Con relatos, hazañas y tragedias como estas, la vida sigue. Y el “Show del Himalaya continúa. En el Annapurna, la Diosa sigue a la espera de Truman.