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La hora de los padres
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La hora de los padres

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Javier Santos
Estadio de Mestalla antes del Valencia - Sevilla.
Estadio de Mestalla antes del Valencia - Sevilla.

El hincha, esa constante china en el zapato del fútbol moderno, vive momentos de zozobra. Lo que le faltaba a su delicada relación con la industria, que no con el balón, era una situación de pandemia generalizada. El papel del hincha en este mundo ha ido evolucionando tanto en los últimos años que ya poco tiene que ver con el que desempeñaban sus padres. O, sin ir más lejos, cualquiera a finales del siglo pasado o principios de este. En muchas ocasiones los cambios introducidos deben ser aplaudidos o, cuanto menos, no repudiados. Pero, en general, nos encontramos en la actualidad con un hincha forzado a la despersonalización, infantilizado, fabricado en serie. Y a un fútbol, por tanto, carente cada vez más de espíritu y pureza.

Decía Eduardo Galeano que una vez por semana, el hincha se escapa de su casa y acude al templo. Allí encuentra (encontraba) un mundo diferente en el que refugiarse: matracas, banderas, papelillos, bombos y un sinfín de rezos que entonar al calor de más fieles. Que aunque el hincha pueda, más cómodamente, contemplar todo desde la tele, prefiere emprender esa peregrinación hasta el templo. Pues ya ni eso. Don Eduardo, al menos, se ha librado de verlo, aunque se lo imaginó: "no hay nada más vacío que un estadio vacío". Sabemos que es temporal, pero a quienes nos dejamos caer en manos de cierto romanticismo y somos conscientes de que el único motor actual de todo esto es el dinero, se nos hace más cuesta arriba. Sobre todo al ver cómo en casi cualquier otra actividad no existe tanto ni tan descarado maltrato.

Lanzamiento de pelotas de tenis en el Sánchez-Pizjuán.
Lanzamiento de pelotas de tenis en el Sánchez-Pizjuán.

Sin esa peregrinación al templo, el hincha se enfrenta peligrosamente a un agujero negro. Por mucha televisión que haya. Es más, precisamente esa caja tonta abre otro agujero paralelo: la colonización. Es, pues, la hora de los padres. Siendo imposible conducir al hijo de la mano hasta el templo y coserle allí un escudo en el pecho, atravesamos un momento crucial todos aquellos que estimamos necesaria cierta rebeldía pasional. El hincha de provincias se hace acudiendo a un estadio. Durante ese tiempo, al menos, su mente no quedará colonizada por los tatuajes del portero suplente del Real Madrid o el nuevo coche que ha estrenado el hermano de la cuñada del primo segundo de la estrella del FC Barcelona. Una sobreexposición mediática que en algunos produce el mismo efecto que el método Ludovico de 'La naranja mecánica' de Stanley Kubrick (1971), pero en otros, los más vulnerables, una seductora vinculación emocional para siempre.

Por supuesto, cada uno puede amar al equipo que le venga en gana. Es más, a cualquiera le gusta encontrar extramuros a un compañero de fe. Pero si eso lleva implícito un extendido y contagioso abandono de las raíces futbolísticas de una comunidad, a mí al menos me produce tristeza. Los equipos que ganan poco espantan. Los que ganan y ganan atraen. Es innegable. La pescadilla que se muerde la cola. En España, y casi en el mundo, quienes más ganan son Real Madrid y FC Barcelona. Ambos coleccionan almas mercenarias a lo largo del empobrecido, salvo excepciones, extrarradio nacional. Te entrego mi corazón a cambio de plata. Y si la plata no es suficiente, una variante del método Ludovico impedirá la huida de los aspirantes a rebeldes.

Sin la grada como parroquia, esa romántica rebeldía espiritual está en peligro. Sin una tribuna en la que vacunarse contra la pandemia de la sobreinformación manufacturada de Real Madrid y FC Barcelona, el hincha de provincias huérfano del calor de un estadio, aunque en él pierda más que gane, queda desarmado ante su fabricación en serie. Desde una grada se lanzaron célebres pelotas de tenis embadurnadas de hartazgo y rebeldía. Por una grada, dos equipos sacrificaron toda una final. Dentro una grada hubo quienes clamaron por sentirse extranjeros en una final española de la Champions. Gradas en lugares de excepción entre otros donde vagabundean sentimientos centenarios. Sin grada no hay éxito. Sin éxito no hay arraigo. Sin arraigo, los padres corren el peligro de soltar la mano de su hijo para que éste abrace una tele. Sin aficionados, un club languidece. Sin hinchas, el fútbol es sólo dinero.

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